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Entre estrenos y regresos, este mes de mayo habrá medio centenar de lanzamientos. En realidad, ni siquiera es necesario mirar tan lejos, si reducimos el calendario al modelo semana vista tendremos que desde el lunes han llegado la tercera temporada de Pose (HBO España), la sexta de Legends of Tomorrow (HBO España), la segunda de X Company (AXN), la tercera de Harrow (AXN) y los debuts de Star Wars: la remesa mala (Disney +), Constance Meyer: jueza en prácticas (Paramount Network) y Una conspiración sueca (Filmin). Y eso es solo la avanzadilla, porque el grueso de estrenos llega hoy mismo: la presentación de Belgravia (Movistar +), lo nuevo de Julian Fellowes (Downton Abbey), la llegada de la adaptación del cómic de Mark Millar y Frank Quitely Jupiter’s Legacy (Netflix) y la vuelta de Mythic Quest (Apple TV), Girl From Nowhere (Netflix) y Estación 19 (Disney +).

Ante este inflacionismo teleserial que cae sobre mí como un alud de responsabilidad solo me queda el repliegue. Frente a esta avalancha de contenido que deriva en el despertar de múltiples síndromes -del FOMO al de la nevera llena-, mi instinto de conservación me impele a buscar un refugio seguro que me resguarde del inclemente comportamiento de las plataformas y de esa actualidad huracanada cuyo vórtice de estrenos devora cualquier atisbo de criterio. Dimito. Enough. No puc més. ¿Que dónde encuentro cobijo? Pues muy fácil, en los clásicos británicos de Filmin. 

Zafarrancho en Cambridge (Robert Knights & Malcolm Bradbury, 1987)

En la puerta de entrada de Porterhouse Blue -título original de la serie y nombre del colegio universitario en el que se ambienta esta historia- puede leerse la siguiente inscripción: Dives In Omnia, que vendría a traducirse como riqueza en todo, aunque su verdadero significado de acuerdo con la novela original de Tom Sharpe que dio pie a esta miniserie de cuatro episodios emitida por Channel 4 quizá se ajuste más a “todo en exceso”. Y es que en este college de Cambridge los banquetes son pantagruélicos, las borracheras épicas y las resacas patéticas, los salones enormes y abigarrados… Y las decisiones de puesta en escena de Robert Knights enfatizan esa oda a la ostentosidad de las élites británicas ya desde una secuencia de créditos que se recrea en la suntuosidad arquitectónica del edificio señorial, recorre sus historiados muros y repasa sus inveteradas estancias, todo ello acompañado por una canción de tono solemne, con ecos de coro eclesial y cantada en latín, que, en el capítulo inicial, termina justo con un plano general tomado desde las alturas y seguido por una panorámica de 180 grados que nos muestra el majestuoso entorno que circunda la Universidad de Cambridge. 

Si el espectador no está familiarizado con la obra de Tom Sharpe (la saga de Henry Wilt, por ejemplo) y se presenta ante Zafarrancho en Cambridge sin haberse informado previamente, podría pensar, a tenor de estas imágenes iniciales, que está ante una cosa seria. Ahora bien, a poco que tenga la oreja entrenada y repare en la letra de la canción interpretada por los Flying Pickets se dará cuenta de que ese latín macarrónico con el que está escrita (Bene edamus, bene bibamus) y el significado de la letra son claros indicios de que, a continuación, lo que vendrá es una sátira tan hilarante como descarnada sobre el mundo universitario.

Todo arranca con el fallecimiento del director titular del centro que, cumpliendo con una tradición centenaria, no puede abandonar sus aposentos para acudir a un hospital: o se cura en su cama o sale con los pies por delante. Eso sí, antes de iniciar el viaje al otro mundo o a ninguna parte -vayan ustedes a saber- debe dar el nombre de su sucesor en el cargo. Sucede que el pobre hombre tiene la cabeza como un nido de pájaros epilépticos y ni siquiera un sorbo de Château Latour del 71 impide que pronuncie el apellido de un señor fallecido un siglo atrás, con lo que su puesto queda vacante. Ese vacío de poder ha de llenarse con una nominación ministerial que recae en Godber Evans (Ian Richardson), exministro de la Seguridad Social y antiguo alumno del colegio. Evans, hijo de carnicero que accedió por sus méritos académicos a una plaza reservada para alguno de los cachorros de las élites del país y que fue vilipendiado durante su etapa universitaria a causa de sus orígenes humildes, se presenta en Porterhouse Blue agitando la bandera de la renovación y con el libro de cuentas abierto y pendiente de ajuste.

Casado con Lady Mary (Barbara Jefford), aristócrata embadurnada en modernidad, adscrita a todos los movimientos progresistas del momento, el nuevo director llega dispuesto a revolucionar una institución aferrada a tradiciones ancestrales, con un consejo rector inmune a los cambios y un servicio que más parece un ejército fiel, orgulloso de su condición subalterna, comandado por el veterano portero Skullion (David Jason), verdadero protagonista de la serie. Para no entrar en prolijas descripciones de la trama, baste apuntar que el director Evans se encuentra al frente de un centro en el que el cohecho y el fraude académico son moneda corriente: no solo incurre en la “aceptación de candidatos no cualificados a cambio de sobornos bajo la forma de un fondo de dotaciones” sino que además impulsa la suplantación de identidades en los exámenes previa entrega de la consabida contraprestación económica para así mejorar las notas de unos estudiantes cuyas únicas lecturas se reducen a las etiquetas de las botellas de brandy. 

La adaptación de Malcolm Bradbury y la novela de Sharpe, muestran un sistema carcomido por la podredumbre moral -bajeza que traspasa el terreno de la ideología conservadora para pisar los fangosos campos del delito- que, sin embargo, se presenta como garante de los valores tradicionales. Un cuerpo de profesores célibe, un colegio estrictamente masculino o la escrupulosidad en la celebración de los diferentes actos ceremoniales no son sino mascaradas rituales que ocultan un college -epítome de todo el entramado universitario- que se rige por la endogamia, el clasismo y una falsa meritocracia (menos mal que esto en 2021 ya no pasa). La teleserie británica pone en evidencia el espíritu represor que domina la mecánica de este tipo de instituciones. Como otras ficciones creadas en aquel país -de Arriba y abajo (Jean Marsh & Eileen Atkins, 1971-1995) a Downton Abbey (Julian Fellowes, 2010-2015)- los espacios superior e inferior separan a la parte noble de la del servicio, remarcando, además, que no existe posibilidad alguna de rebelión por parte de las clases humildes, siempre agradecidas y defensoras de una organización social que impide su progreso: Skullion, su más fiel representante, pretende donar una inesperada herencia de medio millón de libras para salvar al colegio de su quiebra y mantener su puesto de portero en lugar de retirarse a vivir una vida de asueto con su recién adquirida fortuna. 

Exponiendo un ramillete de descacharrantes metáforas, Zafarrancho en Cambridge aboga por la destrucción de la universidad mientras se conduzca en los términos que la propia serie refleja. Una subtrama en la que se mezclan represión sexual, frustración por el deseo no consumado y un ingente stock de preservativos termina con la Bull Tower -torre emblema del centro- saltando por los aires y con dos cadáveres entre sus escombros. “No entiendo porque dios nos dio genitales, es una gran distracción para la educación”, afirma el profesor Siblington (Willoughby Goddard). Esa concepción pacata de la sexualidad que solo piensa en contener las pasiones –y que, a su vez, instiga a consumarlas lejos del centro educativo y, a ser posible, en silenciosa clandestinidad- no posee diques lo suficientemente resistentes como para retener el caudal hormonal de una legión de veinteañeros, una corriente de furor erótico que encuentra aquí su fatal canalización por la vía explosiva, desembocando en un mar de estampas que dejan para el recuerdo un polvo definitivo y a Skullion tratando de erradicar a golpe de horca una plaga de condones hinchados que invade el claustro del colegio.

No es esa la única metáfora jugosa y destructiva que la serie explota: la muerte visita con frecuencia de repartidor de correos Porterhouse Blue y ello debe tomarse como un hiperbólico dedo que señala a la misma universidad, institución catatónica que perpetúa un modelo de gestión y de conducta carpetovetónico e inútil. En la magnífica secuencia de cierre que repite el ritual iniciático con el que comienza la serie, veremos un plano cenital del esqueleto del buey que se sirve (entero) en la cena, y al nuevo director, cuyo nombre me abstendré de revelar para no estropearles el desopilante giro final, en estado comatoso, símbolos del estado de las cosas en Cambridge. De eso, en definitiva, se trata: de ir reventando, uno por uno, todos los símbolos representativos de la institución y ponerla así de vuelta y media. 

Tampoco se salva la nueva progresía representada por Evans y su reconvertida esposa -un “vejestorio pedante” él; ella “una de esas mujeres con título que dan mal nombre a la caridad”– quienes a pesar de querer un centro que admita alumnos becados, que permita el ingreso a las mujeres, en el que se suprima toda la servidumbre para instalar un comedor de autoservicio y en el que se instalen máquinas dispensadoras de condones en los baños, quedan como dos snobs más preocupados de sí mismos, de su imagen y de su porvenir que de los verdaderos problemas a los que han de poner solución. 

La teleficción de Channel 4 que Filmin incorporó a su catálogo en diciembre de 2020 extrae petróleo cómico de la oposición entre el director reformista y su arcaico consejo recto al que Knights retrata en el tercer episodio como una recua de cucarachas: se trata de un plano general tomado desde una posición elevada en el que se les observa caminar por el patio, todos ellos embutidos en sus togas negras y portando paraguas de idéntico color. Ese enfrentamiento entre tradición y modernidad deriva en dos situaciones que me resisto a pasar por alto. Ambas forman parte de las estrategias elaboradas por los miembros del consejo para defenestrar a Evans. La primera consiste en solicitar a un antiguo alumno, ahora popular presentador de un espacio de reportajes y entrevistas en televisión, que dedique un programa a Porterhouse Blue para mostrar cómo el nuevo responsable quiere poco menos que reducir el colegio a cenizas: aquello termina con Skullion en el plató revelando todo lo que nadie quiere oír, y es que 45 años de servicio dan para un listado en el que se incluyen sobornos, chanchullos o desviaciones sexuales que incumben a gente poco corriente: “Parece que gran parte de la clase dirigente británica tuvo una educación singular”, señala uno de los personajes. Estos comportamientos repudiados en público, pero practicados en privado por esos adalides de los valores tradicionales, todos antiguos estudiantes de colegios como el Porterhouse Blue, se observan en la fiesta de disfraces que ofrece Sir Cathcart D’Eath (Charles Gray), ex alumno veterano y millonario al que Skullion, primero, y el Deán (Paul Rogers) y el tutor senior (John Woodnutt), después, recurren para que les ayude a acabar con el director Evans. En la juerga, a la que han acudido tipos como el gobernador del banco de Inglaterra y un miembro del consejo de ministros, veremos uniformes nazis, hombres negros semidesnudos ocultos bajo cabezas de animales, mujeres sin tiempo para ir de compras y hasta a un señor con micropene (sic). Una jarana en la que se retrata la hipocresía de esas élites (y de sus valedores) que dan rienda suelta a sus pasiones mientras exigen rectitud al resto. Que uno de los dos miembros del consejo porte un tridente demoniaco que contrasta con su habitual apariencia sacerdotal constituye un oxímoron de una expresividad difícilmente superable. 

Dejando a un lado las cargas de profundidad que Zafarrancho en Cambridge lanza a discreción, el goce que proporciona pasa, también, por las impagables actuaciones de David Jason e Ian Richardson (sí, el villano de la House of Cards original: o sea, de la buena), por las frases del capellán sordo (Lockwood West), que son para tatuárselas en los párpados (“Hace tiempo que no tenemos un suicidio decente en el colegio”), por esos gags recurrentes siempre colocados en el momento justo -el profesor Messmer (Tim Preece) y su bicicleta plegable- o por planos como el contrapicado que nos muestra a Skullion, apurando su pinta en un pub, con un mapa de la región detrás, estandarte de la cosmovisión que colegios universitarios como el Porterhouse Blue perpetúan. He aquí una serie de la que Jonathan Swift estaría orgulloso. 

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