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Traducción de la nota original en francés por Caroline Vera Berenger.
Texto inicialmente publicado en el blog COVIDAM del Instituto de las Américas (IDA): https://covidam.institutdesameriques.fr/une-epidemie-dinegalites-et-de-violences-en-amerique-centrale/


Esta nota se basa en parte en un trabajo colectivo realizado con Sergio Salazar Araya de la Universidad de Costa Rica para un artículo, que se encuentra actualmente en proceso de dictamen.


Lejos de ser reciente, el fenómeno de las caravanas de migrantes, hoy obstaculizado y algunas veces dispersado en parte en nombre de la lucha contra la pandemia de la COVID-19, apunta sus reflectores hacia el éxodo centroamericano desde 2018. Se trata de una forma de organización que ofrece a los candidatos para migrar un refuerzo tanto de su seguridad como de su visibilidad para cruzar fronteras y territorios hostiles en su situación de tránsito hacia los Estados Unidos. Centroamérica enfrenta desde hace ya varios años un empeoramiento de las desigualdades y una multiplicación de las violencias (económicas, políticas y criminales) que obligan a sus habitantes a huir de su país de origen, enturbiando así el límite entre dos categorías hasta ahora consideradas como distintas: la de migrantes económicos y la de refugiados. Desde finales del 2020, la crisis sanitaria se mezcla con otros factores geopolíticos, mientras observamos cómo la externalización de las fronteras ha llegado hoy en día hasta el interior mismo del istmo centroamericano.

Las caravanas de migrantes, entre estrategia de movilidad y movimiento social

En octubre 2018, miles de centroamericanos principalmente originarios de Honduras, Guatemala y El Salvador, se dirigían hacia la frontera mexicana, con el objetivo final de llegar hasta los Estados Unidos. El poder de las imágenes y la mediatización provocaron un fuerte impacto en el imaginario colectivo sobre estas “caravanas” que se preparaban para desafiar las fronteras, particularmente en México. La sociedad mexicana se alistaba también a cambiar de gobierno (con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia, en ese entonces portador de un discurso a favor de los derechos humanos) y al mismo tiempo tenía que rendirse ante la evidencia: México ya no es únicamente un país de emigración, sino también de tránsito y acogida.

Otras caravanas fueron creadas en 2019 pero la crisis sanitaria, el cierre de las fronteras nacionales aunados a los toques de queda restringieron significativamente las movilidades intra e internacionales. De tal forma que en octubre 2020 y en enero 2021, a raíz de los impactos económicos de la COVID-19 y de los huracanes en serie que afectaron seriamente a una gran parte de la región, se formaron nuevas caravanas en la zona de San Pedro Sula (Honduras). Fueron sin embargo detenidas o disueltas por las autoridades guatemaltecas.

La estrategia de agruparse en caravanas apunta a ganar fuerza tanto física como simbólica, con el fin de volverse más visibles y obtener mayor seguridad en las condiciones de viaje, en particular durante su paso por México, territorio de extorsiones, desapariciones e impunidad. Pero la estrategia de movilidad en grupo traduce también un verdadero movimiento social de resistencia que inicia con la reunión de individuos aislados muy a menudo víctimas de un sistema opresor y dominante (tanto en los mercados de trabajo como en el ámbito de las estructuras agrarias o megaproyectos de desarrollo). Estos migrantes demuestran que no sólo son eso: son también actores poderosos, dotados de una gran capacidad de diligencia, que toman decisiones, se organizan y se enfrentan a los obstáculos administrativos, a los regímenes políticos y las fuerzas policiacas. En pocas palabras, a las estructuras de orden y de control territorial, caracterizadas por la discriminación o el racismo. Las caravanas muestran así un nuevo rostro de la migración: el del movimiento subversivo, autónomo e “incorregible” que pone en tela de juicio la función misma de un límite espacial fundamental en la geopolítica: las fronteras.

Violencias multidimensionales, desigualdades y fracturas socio-territoriales como motores de expulsión

La región centroamericana tiene múltiples fronteras. Las asimetrías sociales, económicas y territoriales son obvias y flagrantes si se comparan los índices de crecimiento, nivel de vida o de educación del istmo con los de México, de Estados Unidos o de Canadá. Pero éstas ultimas pueden encontrarse también dentro de la misma región, en dónde los desequilibrios y las fracturas socio-territoriales han sido históricamente un factor medular para las movilidades temporales, circulares o más duraderas. Para entender el éxodo masivo que se observa actualmente, resulta indispensable aprehender la profundidad histórica de los ciclos migratorios regionales, ligados al avance de las fronteras agrícolas y a la atracción ejercida por algunos mercados de trabajo generalmente asociados a las economías de enclave y a las lógicas de inserción de los capitales extranjeros (desde las plantaciones de café o de plátano hasta las maquiladoras, fábricas textiles o de ensamblaje de componentes electrónicos de capital norteamericano o asiático).

La noción de violencia es muy a menudo utilizada para describir las causas del éxodo centroamericano. Pero al acercarnos un poco más, podemos intentar despejar con mayor precisión los contornos de esta violencia multidimensional.

Antes que nada, la violencia de las pandillas, los Maras, muy presentes en Honduras, Guatemala y el Salvador, se encuentra efectivamente en el corazón de muchos relatos de los solicitantes de asilo obligados a huir de las amenazas de muerte o de reclutamiento forzado. Estas organizaciones criminales con un control territorial y político muy fuerte se apoyan fundamentalmente en una larga historia de migraciones hacia los Estados Unidos – y de expulsiones del mencionado país, en un tejido socioeconómicamente deteriorado y en el desmoronamiento de las estructuras familiares.

En segundo lugar, se tiene que apuntar hacia un contexto de violencias políticas, con regímenes autoritarios que se (para)militarizan y reprimen toda forma de oposición o de manifestaciones. Mientras que el presidente Bukele desplegó las fuerzas armadas en plena Asamblea legislativa salvadoreña unas pocas semanas antes del desencadenamiento de la pandemia, el presidente Hernández en Honduras lleva a cabo una política represora de los movimientos sociales que luchan para la protección del medio ambiente y/o de los pueblos indígenas que se oponen a diferentes megaproyectos extractivos (turismo, minas, presas).

La tercera forma de violencia, no menos grave, es sin duda la violencia estructural: económica, productiva, capitalista y patriarcal. Las recientes migraciones centroamericanas deben ciertamente ser entendidas bajo el prisma del modelo de desarrollo económico en vigor en la región desde la colonización hasta nuestros días, basado en la agricultura intensiva, la concentración de las tierras y la industrialización para la exportación (ver por ejemplo los ciclos migratorios en Honduras y su relación con las migraciones forzadas contemporáneas). Las poblaciones hoy forzadas al exilio huyen de las situaciones de injusticia y marginalización. Es el caso del campesino desposeído de sus tierras debido a los proyectos de resorts o de aceite de palma, de la mujer obrera en una fábrica, explotada y privada de cualquier derecho social, de la joven atrapada por el machismo y la violencia en el hogar.

Durante la crisis sanitaria, el cierre de las fronteras a la circulación humana fue acompañado por una acrecentada competencia para atraer capitales extranjeros y por la búsqueda de un modelo económico dirigido hacia -y para- el exterior. El freno a la migración va de la mano con los discursos sobre la necesidad de impulsar el desarrollo de los países de origen, mientras que las líneas de fractura y de asimetría socio territorial parecen haberse acentuado desde hace un año.

Externalización de las fronteras: ¿el muro estadounidense en Guatemala?

Al alba del 1º de octubre 2020, un grupo de migrantes hondureños dejó San Pedro Sula para formar una nueva caravana con destino a los Estados Unidos. A pesar del despliegue policiaco y militar que buscaba impedirles el paso, entraron en territorio guatemalteco. El gobierno de Guatemala rápidamente marcó la pauta, presentando el paso sin papeles a través de su territorio como un ataque sanitario: prohibió a los camioneros transportar migrantes hondureños, alentó la denuncia de migrantes y difundió un discurso que los relacionaba con el riesgo de contagio. Sin esperar, el gobierno mexicano publicó un comunicado de prensa en el que recordaba las multas o penas de prisión para toda persona que “pusiera en peligro de contagio la salud de otro”. En ambos países, fuerzas armadas fueron desplegadas y, en distintas partes del territorio guatemalteco se extendieron acciones para disolver grupos de migrantes, controlarlos, expulsarlos, además de alentar su “regreso voluntario”. Las organizaciones de la sociedad civil, los observadores y los universitarios interpretan esas medidas como formas de intimidación, de discriminación y de criminalización de las poblaciones migrantes.

El 15 de enero 2021, cinco días antes de la investidura del nuevo presidente norteamericano Joe Biden, otra caravana fue formada desde el mismo punto de inicio. Más de 3500 personas, organizándose a través de las redes sociales, fueron alcanzadas por otras para llegar a sumar 9 000 personas. El 16, a pesar de la presencia de las fuerzas de seguridad, cruzaron la frontera en el paso del Florido, para ser bloqueados al día siguiente unos 60 kilómetros más adelante, en la localidad de Chiquimula. Se enfrentaron ahí a un uso brutal de la fuerza, a autobuses listos para los “regresos voluntarios” y a los discursos oficiales que asociaban la restricción de las movilidades al riesgo de contagio.

Video: Eureonews, enero 2021

La consolidación de la nueva lógica geopolítica que consiste en una externalización de las fronteras apareció entonces más nítida que nunca. La lucha contra la inmigración ilegal en Estados Unidos ya no se lleva a cabo (o no solamente) en la frontera estadounidense, ni tampoco, incluso, al sur de México en dónde la administración Trump la había empujado, sino todavía más al interior de Centroamérica. Se despliega hoy en día sobre esta frontera Honduras-Guatemala que solía ser tradicionalmente un espacio de circulación regional. En este nuevo rol asumido por Guatemala como gendarme migratorio sobre la ruta hacia el Norte a cambio de programas de cooperación y de proyectos de desarrollo, se refleja la política exterior de los Estados Unidos y la de México. En este contexto, la pandemia ofrece un pretexto perfecto para obstaculizar el flujo (ver esta nota sobre las medidas adoptadas en Estados Unidos el año pasado) usando como pretexto la necesidad de cerrar las fronteras para evitar la propagación de un virus que, hasta ahora, no necesitó de los migrantes para infestar a los Estados Unidos.

El gobierno Biden parece estar iniciando una inflexión de esta política. A través de un decreto firmado el 6 de febrero pasado, puso fin al acuerdo de “tercer país seguro” con Guatemala, Honduras y El Salvador, insistiendo al mismo tiempo en mantener una política de gestión migratoria “ordenada” con esos estados. Firmado en julio 2019 con Guatemala (en los hechos, nunca fue realmente puesto en marcha con los dos otros países), el Acuerdo de Cooperación de Asilo (ACA) permitía expulsar migrantes hondureños o salvadoreños hacia ese país en el que podían en teoría encontrar condiciones satisfactorias para pedir asilo.

En este contexto, el desplazamiento de la frontera hacia el interior mismo de Centroamérica así como la militarización de los espacios de tránsito justificada por la lucha en contra de la pandemia constituyen dos elementos nuevos y preocupantes. Las fronteras forman límites cuya transgresión por medio de la migración no es más que el reflejo de la inserción de las sociedades dentro de dinámicas globales. Cuando observamos el empeoramiento de las condiciones de pobreza y de explotación en los lugares de origen, un elemento se vuelve inmediatamente evidente: la naturaleza violenta y urgente de la necesidad de desplazamiento, finalmente una huida y no la elección de una oportunidad.

De la criminalización de la movilidad precaria a la aplicación de medidas de cuarentena inhumanas para las personas expulsadas de los Estados Unidos, pasando por el rechazo de los nacionales bloqueados en el extranjero y la represión de toda protesta social, numerosos episodios llamaron la atención sobre las amenazas que pesaban sobre los derechos fundamentales en época de COVID-19 en los países de Centroamérica. Esto presagia desgraciadamente la profundización de los factores de exclusión y de injusticia social en los países de expulsión migratoria.

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