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“Madrid, con rascacielos y aeródromos, sigue siendo un lugar de la Mancha”, declara el periodista Víctor Murias, coprotagonista de la novela La Venus mecánica, de José Díaz Fernández. Publicada en 1929, la obra refleja esa contradicción entre una ciudad que entraba de lleno en la modernidad y el atraso ideológico impuesto por la dictadura de Miguel Primo de Rivera, que se mantuvo hasta la proclamación de la Segunda República en 1931.

1929: el año del crack de la Bolsa de Nueva York que marcaría el inicio de la Gran Depresión. La ciudad de Madrid: una amalgama de rascacielos, cines, teatros, cabarets con jazz bands, taxis y neones que desplegaban su brillo por la Gran Vía, esa nutrida arteria cuya construcción había comenzado en 1910 y finalizaría precisamente en 1929, el mismo año en el que se inauguró uno de sus edificios más emblemáticos: el de la Telefónica, obra de Ignacio de Cárdenas Pastor. Es la Gran Vía el escenario principal de la novela, como señala Juan Manuel Bonet, prologuista de la edición facsímil de la de 1929 que en 2012 fue publicada por la Asociación de Libreros de Lance de Madrid, quienes la consideraban representativa de la ciudad. Y es que, sin duda, es una instantánea vanguardista de aquella época.

Inmersos en tan eclécticos paisajes, los dos protagonistas, Víctor Murias y Obdulia Sánchez: el humilde director de una agencia periodística y una tanguista procedente de una familia adinerada venida a menos, respirando los vaivenes de una compleja historia de amor que comienza en el cabaret del Teatro Alkázar –actualmente Alcázar–, inaugurado en 1925 en el número 20 de la calle Alcalá. Se mencionan otros lugares madrileños célebres, como el hotel Ritz, el Ateneo o la sede del Banco Hispano Americano, situada en la Plaza de Canalejas. También algunos ya desaparecidos: el restaurante Los Burgaleses, el hotel Suizo (Hortaleza, 2), el antiguo Teatro Fontalba, cerrado en 1954 o los “granviarios” Almacenes Madrid-París, con sus puertas giratorias, hoy ocupados por la tienda insignia de Primark. Las citas de los amantes desembocan en líricas descripciones de la ciudad: “Cruzaron Rosales, lleno de niños, de familias que paseaban al sol. Siguieron después hacia el Parque del Oeste, regazo de la urbe que amortigua su aspereza y la transforma en melodía vegetal. Se veía la carretera de Extremadura, viruta de papel que se enreda en las torretas de Cuatro Vientos. Después, el remolino azul de los pinos de El Pardo. Y, más cerca, la estación del Norte”.

Los contrastes se reflejan también en la existencia de esa otra parte de la ciudad, más allá de la Gran Vía: “Otra ciudad gibosa y paralítica se agarraba a la urbe moderna, como una vieja raíz difícil de extirpar”. Las calles Pez, Valverde, representativas del Madrid castizo, invadidas de pensiones mugrientas, tiendas pequeñas, pobreza.

Obdulia, la “Venus mecánica”, representa el prototipo de mujer joven de ese Madrid de finales de la década de los veinte. Y es la mujer, precisamente, en lo que pretende centrarse Díaz Fernández, que nos ofrece una multitud de perfiles femeninos entre sus páginas. Obdulia, atea y apasionada, deambulando de trabajo en trabajo –tanguista, modelo…–, se presenta como fuerte e independiente y acaba demostrando una absoluta dependencia emocional de Víctor. La frívola “passante” Elvira Vega, la bailarina conocida como “La Mussolini”, una prostituta portuguesa, una actriz en decadencia, una americana que pretende fundar una religión –e incluso elabora el “Sermón de la Gran Vía”– y una pintora vanguardista, Maruja Montes, que alude a Maruja Mallo, la famosa integrante de la Escuela de Vallecas. También la condesa vienesa Edith, arruinada por la guerra y expulsada de su patria con la emperatriz. Obligada a adaptarse a un nivel de vida más bajo, representa la desolación de la nobleza en un mundo que evoluciona a pasos agigantados.

Todas son mujeres modernas. “Más que mujeres, esquemas de mujeres, como las pinturas de Picasso” –reflexiona Víctor en la novela. Mujeres que son el resultado de “una sutil colaboración de la máquina y la industria, de la técnica y el arte”. La modernidad entra a raudales en estas mujeres, cambia el paradigma de la feminidad: “Cuando la civilización penetre totalmente en la vida […], entonces aparecerá la mujer standard, la mujer Ford o la mujer Citroën”. El autor muestra también su lado crítico e irónico al señalar la hipocresía imperante en el Lyceum Club Femenino, donde el hombre “solo tenía acceso a la sala de té”: “Las asociadas se esforzaban en demostrar que el otro sexo no les era necesario […]. Pero como casi todas eran esposas, madres o hijas de intelectuales, en realidad lo que llevaban allí eran las opiniones de sus maridos, de sus padres o de sus hijos”.

El autor salmantino José Díaz Fernández (1898-1941), de cuya muerte se cumplen este 18 de febrero 80 años, pasó toda su juventud en Asturias y se afincó en Madrid en 1925 para incorporarse a la redacción del periódico El Sol. Su ideología contraria al régimen de Primo de Rivera –colaboró con el Grupo de Acción Republicana, liderado por Manuel Azaña– le valió tres meses en la Cárcel Modelo de Madrid, donde comenzó a escribir La Venus mecánica, que finalizó ya en el exilio, en Lisboa, en 1929. En la novela, el personaje del periodista Víctor Murias es, en parte, su alter ego: socialista, de ideas revolucionarias, autor de artículos comprometidos, amigo de intelectuales perseguidos como el Doctor Sureda, un psiquiatra de moda en el que varios críticos han visto reflejado a Gregorio Marañón. Díaz Fernández describe la tensión de la época, una huelga general, las revueltas callejeras. Al final, Víctor siente el aliento de los espías del Régimen. Dice del espía que “Él es el verdadero hombre-fantasma de los tiempos modernos”. Finalmente, es detenido y llevado a la Modelo: allí termina la historia. Y, precisamente, allí comienza a escribir la novela Dáz Fernández, testigo de ese “Madrid de mil ojos, vendido impúdicamente al ministro de la Gobernación”. Y es que aquella modernidad estaba plagada de fantasmas.

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