viernes, abril 19, 2024
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‘Tierra de Poetas y Huesos’

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«Mujeres asesinadas como ‘fieras humanas’. Las madres que pierden la vida ‘en sustitución’ de sus hijos. El feminismo de la Luna. Los bebés robados y el te­rrorismo golpista contra la chusma selecta gaditana. La causa de los 4.000 de Córdoba y de los cien de Almonte. Los maquis, la luz para Pico Reja y los crí­menes de Casa Buena. O el Cojillo que cae en la Vega de los Valientes».

Con estas líneas arranca el periodista y colaborador de elDiario.es, Juan Miguel Baquero, su libro Tierra de poetas y huesos. Intervenciones arqueológicas en fosas comunes del franquismo en Andalucía en 2018 y 2019, editado por la Secretaría de Estado de Memoria Democrática. El texto recoge información sobre los trabajos de exhumación que se están llevando a acabo en varias fosas comunes de 19 localidades andaluzas e incluye –posiblemente es uno de los elementos más interesantes de la publicación– testimonios de descendientes de las personas sepultadas en las fosas comunes sobre las que se habla en este monográfico. «Estos relatos no solo reflejan los dramas personales, sino que en su conjunto sirven para mostrar una imagen fidedigna de cómo se desarrolló la represión franquista durante la guerra y la dictadura», destacan los editores.

ElDiario.es ofrece un adelanto editorial del libro, que ha sido prologado por Pilar del Río, periodista, y José Saramago, escritor. El texto se pondrá próximamente a la venta en las librerías del BOE, pero se puede descargar de manera gratuita desde ya en el sitio de Publicaciones del Ministerio de la Presidencia Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática o en el Catálogo de Publicación de la Administración General del Estado. Este estudio es el último de una trilogía sobre fosas comunes del franquismo en Andalucía y cuyos títulos anteriores son Que fuera mi tierra (2015) y Las huellas en la tierra (2016-2017).

La vida de estas páginas, la vida

Perdón es la primera palabra que debo escribir y escribo. Perdón porque no supe ver y viví ignorando la evidencia. Les cuento.

Eran los años cincuenta cuando, por alguna razón que no recuerdo, acompañé a personas mayores al cementerio. Pese a lo que me marcó aquella visita, no soy capaz de asegurar si tuvo lugar en un pueblo de Granada o de Sevilla, tam­poco recuerdo si hacía frío o calor o qué persona me llevaba de la mano, tal vez una tía materna, tal vez la señora que ayudaba en las tareas de casa, el caso es que fuimos al cementerio, que era pequeño, estaba limpio, organizado, tenía cruces, placas con nombres, plantas, nichos, todo humilde, como correspondía a la geografía del lugar. Había, sin embargo, algo que desentonaba, inapropiado para la solemnidad del recinto, una especie de corral adosado en el lateral iz­quierdo, un trozo de monte trasplantado junto a la tapia, plagado de montícu­los irregulares y de hierbajos, ignorado, feo. Obviamente pregunté qué era eso y tuve una respuesta contundente: el sitio donde se dejan los muertos que no van al cielo. O sea, un lugar para los malos, los que llamaban rojos, supuse y acepté sin más. Durante años la imagen de aquel corral estuvo presente en mi ima­ginación junto a un miedo tan fuerte como inconfesable: existen lugares en el mundo donde el castigo eterno de Dios se hace explícito y hay personas con poder que conocen la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo. Y castigan con la expulsión del cementerio.

Pasó el tiempo, no la impresión de aquella visita. Supe por aquel entonces que los suicidas tampoco tenían espacio en los cementerios, de modo que añadí a la lista de excluidos a las personas que se quitan la vida, horroroso pecado que no parecía despertar compasión en la España rural donde la horca era, tantas veces, la única salida. Rojos, suicidas, pecadores, «moritos», es decir, niños sin bautizar, tal vez también algún pobre sin tierra donde caer muerto, ese era el desorden del cementerio de los desposeídos, el paisaje último de quienes Dios no quería tener cerca. Recuerdo que pregunté si en todas partes había espacios semejantes y supe que era hábito. Necesité acumular quince años de vida para entender las perversidades de ciertos sistemas y la capacidad de injusticia que podemos albergar en nuestros corazones, por eso, por haber aceptado durante tanto tiempo aquellas normas y aquellas explicaciones, pido perdón. La edad de la inocencia indulgente duró demasiado.

Este libro viene a restituir la dignidad. El dolor que permaneció oculto fue la base que impidió el naufragio definitivo de la sociedad, condenada por el na­cionalcatolicismo a confundir política con creencias y comportamientos inhu­manos con justicia. Dejar fuera del cementerio a las personas que no respon­dían al canon político vigente era perverso, asegurar que se hacía en cumplimiento de la voluntad de Dios fue hacer de Dios un jefe de bandería que no merecía respeto, o el mismo que la iglesia española cuando sacaba a Franco bajo palio. Apremia que revisemos hasta qué punto fuimos cómplices necesarios de la ig­nominia.

No podía imaginar entonces, cómo podría, que los muertos del recinto frontero al cementerio eran unos privilegiados porque hubo cuerpos de personas fusiladas que simplemente se dejaban en barrancos y cunetas o eran soezmente en­terrados en fosas comunes que previamente las víctimas tenían que excavar. Este relato de terror no circulaba todavía, tal vez, y con medias palabras, algo se comentaba, nunca la verdadera dimensión de la tragedia: «¿Sabéis? Hay muertos fuera del cementerio», nos contaba el hermano mayor de una amiga de Granada, que añadía, muy serio y quizá con datos, porque era un joven bien informado, «y Federico está entre ellos». Eran los años 60, Lorca seguía conde­nado a silencio, teníamos miedo de leer los escasos poemas que circulaban, ya sabíamos que era grande, que perteneció a una generación misteriosamente des­aparecida, que había muerto en Granada en 1936 y nada más. De los disparos no se hablaba, nadie mató a Federico García Lorca en Granada, nadie lo mandó matar, nadie sintió el escalofrío de la muerte absurda e injusta. ¿Cuándo supi­mos entonces de la existencia de miles de víctimas sin localizar, dispersas por la geografía del dolor, silenciadas como si fueran un mal recuerdo y no los hombres y las mujeres que representaron la legalidad republicana? Pues tuvo que morir Franco y hacer avanzar la democracia en la sociedad y en las institucio­nes para que entendiéramos que enterrar a quienes perdieron la vida defendiendo un estado de derecho es una obligación moral y legal. Lo contrario es complicidad con la dictadura. Moral y legal.

Fui cómplice y por eso pido perdón. Los familiares de las víctimas de la dicta­dura estaban en nuestras ciudades, calles y casas, cargaban pesos que deberían haber sido evidentes, sin embargo una parte importante de la sociedad española no quisimos o supimos verlos. El luto de algunas mujeres no estaba solo en la ropa negra que vestían, por eso no dejo de preguntarme qué veíamos cuando las mirábamos en aquellos años. ¿Nunca notamos que faltaban fotos en las pa­redes de ciertas casas que visitamos y en los álbumes que nos mostraban en otras? ¿No echamos en falta a padres y abuelos de gente de nuestro entorno? ¿Qué extraña perversión se apoderó de quienes nacimos en la posguerra para no ser capaces de distinguir las señales, el día de la noche, la inocencia del gol­pismo?

La vida de estas páginas que coordina Juan Miguel Baquero es también una re­paración del honor perdido. Que los familiares de las víctimas hablen y cuen­ten cada uno su historia, que busquen a los suyos, es decir, a los nuestros, tiene la mágica virtud de poner en el mapa la dignidad que le faltaba a España por la omisión de los que nos consideramos desinformados o por la complicidad de quienes encontraron utilidad en la ceguera. Ni el tiempo ni el país será igual cuando en los cementerios, junto a quienes mueren de su muerte, estén tam­bién las personas cercenadas por la violencia y la ignominia franquista, con sus nombres escritos en piedra, para que no se borre nunca, y una flor fresca: la que me gustaría poner ante cada cuerpo identificado, ante los recuerdos que se mantienen junto a los sueños y también, permítaseme, ante los restos de aquel confuso corralón de la niñez donde yacían los desterrados de la gloria eterna, tal vez por haber intentado vivir en libertad aquí en la tierra.

Pilar del Río. Periodista

Al cementerio de Pulianas

Un día, hará unos siete u ocho años, nos buscó, a Pilar y a mí, un leonés lla­mado Emilio Silva, pidiéndonos apoyo para la empresa en que iba a embar­carse, la de encontrar lo que todavía quedara de su abuelo, asesinado por los franquistas al principio de la guerra civil. Nos pedía apoyo moral, nada más. Su abuela le había expresado el deseo de que los restos del abuelo fueran recupe­rados y recibieran digna sepultura. Más que como un deseo de una anciana que no se resignaba, Emilio Silva tomó esas palabras como una orden que tenía el deber de cumplir, sucediera lo que sucediera. Este fue el primer paso de un mo­vimiento colectivo que rápidamente se extendió por toda España: recuperar a las decenas de miles de víctimas del odio fascista de las fosas y barrancos donde fueron arrojadas, identificar sus restos y entregárselos a las familias.

Una tarea inmensa que no encontró solo apoyos, baste recordar los continuos esfuerzos de la derecha política y sociológica española para frenar lo que ya era una realidad exaltante e conmovedora, ver levantarse de la tierra escavada y re­movida los restos de aquellos que habían pagado con la vida la fidelidad a sus ideas y a la legalidad republicana. Permítaseme que deje aquí, como simbólico reconocimiento a cuantos se están dedicando a este trabajo, el nombre de Án­gel del Río, un cuñado mío que a esta tarea ofrece lo mejor de su tiempo, in­cluyendo dos libros de investigación sobre los desaparecidos y los represaliados.

Era inevitable que la recuperación de los restos de Federico García Lorca, en­terrado como otras miles de personas en el barranco de Víznar, en la provincia de Granada, se convirtiera rápidamente en auténtico imperativo nacional. Uno de los mayores poetas de España, el más universalmente conocido, está ahí, en ese páramo, en un lugar donde parece que está la fosa en la que yace el autor del Romancero gitano junto con otros tres fusilados, un maestro llamado Dióscoro Galindo y dos banderilleros anarquistas, Joaquín Arcollas Cabezas y Francisco Galadí Melgar.

Sorprendentemente, la familia de García Lorca siempre se ha opuesto a que se realizara la exhumación. Los argumentos alegados se relacionaban, todos ellos, en mayor o menor grado, con cuestiones que podemos clasificar de decoro so­cial, como la curiosidad malsana de los medios de comunicación, el espectáculo en que se convertiría el levantamiento de los huesos, razones sin duda respeta­bles, que, si me permiten que lo diga, han perdido hoy peso ante la simplicidad con que la nieta de Dióscoro Galindo respondió cuando, en una entrevista en una cadena de radio, le preguntaron donde llevaría los restos de su abuelo, si finalmente se encontraran: «Al cementerio de Pulianas». Hay que aclarar que Pulianas, en la provincia de Granada, es la aldea donde Dióscoro Galindo tra­bajaba y la familia sigue viviendo. Sólo las páginas de los libros tienen vuelta, las de la vida, no.

José Saramago. Escritor y Premio Nobel de Literatura (20 de septiembre de 2008).

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