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En países del oeste de África se venera a un ave mitológica, llamada sankofa, que tiene la cabeza vuelta hacia atrás, símbolo de que hay que regresar al pasado olvidado para recuperarlo. En el caso de los brasileños César Fraga, fotógrafo, y del historiador Maurício Barros, su retorno a los ancestros fue para reconstruir cuatro rutas de la esclavitud que desangraron el continente africano en el siglo XVIII. Su registro de la memoria de una de las mayores vergüenzas de la humanidad se plasmó en 4.000 fotografías y un viaje de 60 días por nueve países, recogido en el libro Del otro lado, que luego fue exposición y ahora se ha convertido en una serie documental, Sankofa. El África que te habita, emitida en Brasil por el canal Prime Box.

En el caso de Fraga, la experiencia fue también un rastreo de su propio pasado como descendiente de una esclava. “Crecí escuchando las historias que mi madre contaba de su abuela materna, una mujer que únicamente no fue esclavizada gracias a que nació justo después de la abolición en Brasil. Así que tenía una profunda curiosidad por conocer más de la realidad africana que la que hay en los libros de historia”, dice por correo electrónico.

Con Barros como guía, Fraga fotografió la ocre Casa de los esclavos, en la isla senegalesa de Gorea, de donde partían los buques negreros. También, el antiguo castillo de San Jorge de la Mina, en Ghana, usado para confinar a esclavos. “El edificio mantiene docenas de celdas. Una de ellas era para los rebeldes. Allí eran arrojados, sin luz, agua, ni comida, para que sus gritos sirvieran de lección a los otros prisioneros. De vez en cuando, se abría la puerta, se retiraban los cadáveres y se arrojaban otros negros”, relata el fotógrafo. Mientras que Barros, profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, rememora cómo en el fuerte de Cape Coast, también en Ghana, se toparon “con una procesión musical y de baile que se adentró en el castillo y descendió hasta los calabozos donde se encarcelaba a los africanos”. “Allí celebraron un ritual junto a un altar en el que había rastros de sacrificios de animales”.

En el archipiélago de Cabo Verde pisaron la plaza de Cidade Velha en la que los esclavos eran castigados para infundir terror, como recuerda hoy una columna, el pelourinho. En la ciudad angoleña de Malanje buscaron las huellas de la reina Ginga, una guerrera que batalló contra las potencias coloniales. El periplo les llevó en Ouidah (Benín) a la casa de Chachá, “un antiguo esclavo brasileño que se convirtió en uno de los grandes traficantes de seres humanos”. “La memoria material del tráfico de esclavos a Brasil sigue en pie”, señala Fraga.

Esos lugares son hoy también atracción turística, motivo por el que han experimentado importantes intervenciones. Sin embargo, Barros apunta que estas modificaciones han generado un gran debate en estos países. “¿Se debe modernizar estos espacios y adaptarlos a los estándares museológicos, o se deben mantener intactos, para que los visitantes puedan tener una dimensión de la trágica experiencia que acogieron?”. Para el historiador, dejarlos tal como están “es imposible”. “Más importante es asegurar su condición de patrimonio material e inmaterial”. Sin embargo, en Angola, al fotógrafo le llamó la atención “el abandono completo del patrimonio histórico”. “Un arqueólogo me dijo que no había ningún apoyo del Gobierno, como si quisiera ocultar ese pasado doloroso”.

Las principales potencias europeas del comercio esclavista “fueron Gran Bretaña, Portugal, Francia y los Países Bajos”, apunta el historiador. Capturaron y trasladaron en condiciones infrahumanas a millones de personas para trabajar en las plantaciones de toda América. “A principios del siglo XIX, Gran Bretaña abolió la esclavitud y presionó a otros países para que hicieran lo mismo. Era más por intereses comerciales que humanistas, ya que con la Revolución Industrial el complejo proceso de la mano de obra esclava empezó a ser menos interesante económicamente”.

Los descendientes en África de aquellos esclavos recibieron a los dos brasileños como si fueran de la familia. “En Guinea-Bissau me presenté a un grupo de jóvenes sentados en círculo sobre la hierba. Uno de ellos me dijo: ‘Ya que somos hermanos, comerás con nosotros’. Entonces, una mujer puso un tazón de arroz en el centro y todos comimos con las manos”, cuenta Fraga. También penetraron en las casas y ritos, aunque este fotógrafo documentalista reconoce que los comienzos fueron complicados, hasta que se le ocurrió pronunciar una frase que le abrió muchas puertas: “Mi sangre es tu sangre”.

Fraga cree que trabajos como este deberían servir para luchar en su país contra “el persistente ambiente discriminatorio contra los afrodescendientes”. “Este escenario es un obstáculo para nuestro progreso”. Y rememora una conferencia que impartió a estudiantes en una de las mayores favelas de São Paulo. Fraga preguntó a los chavales cuántos se sentían descendientes de africanos. “Para mi sorpresa, muy pocos levantaron la mano”. Sin embargo, meses después recibió una carta de una profesora de la escuela en la que le decía que sus palabras habían despertado en muchos de sus alumnos “el orgullo de su ascendencia afro”.

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