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La ciudad en que se vive sin prisa y las gallinas son animales domésticos. El nuevo capítulo de la gran crisis estadounidense se está desarrollando estos días en Portland, una urbe que se siente rara y está encantada de serlo. Trump ha enviado a un auténtico ejército a reprimir a la facción local del movimiento Black Lives Matter y el mundo asiste atónito a una batalla campal, impropia del que se había convertido en uno de los lugares más plácidos y con mayor calidad de vida de los Estados Unidos.

En 1988, la banda viguesa Os Resentidos publicó Galicia sitio distinto, un descacharrante himno a la excepción cultural gallega. Era una denuncia de la frívola e impune piromanía que provoca incendios forestales, cierto, pero también un rendido tributo a las mujeres “de pupilas de metal” y a la Galicia eterna, tierra de conjuros, morriñas y muñeiras. Un canto al lugar “donde la lluvia es arte y Dios se echó a descansar”, según pregonaba Siniestro Total en otro estupendo tema de la época, Miña terra galega. La Galicia de Estados Unidos se llama Oregón, tierra de colinas y bosques aparcada, junto al vecino estado de Washington, en la esquina noroeste del país, a orillas de un gran océano. Y si hay un lugar en Oregón con (justa) fama de sitio distinto, ese es Portland, una ciudad de 632.000 habitantes al pie del monte Hood, entre los ríos Willamette y Columbia. Una urbe que presume de su propia rareza y la ha convertido en parte esencial de su identidad.

En un giro dramático de los acontecimientos, la ciudad distinta está siendo ahora mismo víctima de un experimento político y social traumático y con pocos precedentes en las democracias occidentales. Donald Trump ha decidido desplegar allí lo que los vecinos llaman “una fuerza de ocupación”, un número insólito de agentes del Departamento de Seguridad Nacional (DHS, por sus siglas en inglés), vestida con la misma ropa de camuflaje que utilizaban las unidades especiales del ejército durante la guerra de Afganistán. La prensa ha empezado a llamarles “los hombrecillos de verde”. Han acudido, en palabras del presidente, a reprimir “una insurrección anarquista”, la impulsada por los que siguen protestando en las calles por el asesinato del ciudadano George Floyd. Según denuncia en la CNN el abogado especializado en derechos humanos Benjamin Haas, “los agentes de la DHS están arrestando a manifestantes y llevándoselos en vehículos sin insignia”, en una línea de actuación que responde a una lógica “paramilitar” y resulta de legalidad “muy dudosa”.

El cartel lo resume todo perfectamente: el sistema no puede reformarse, debe derrocarse.
El cartel lo resume todo perfectamente: el sistema no puede reformarse, debe derrocarse. Getty Images

La escritora Froma Harrop explica en un artículo en la web Real Clear Politics que la “invasión” de Portland por parte del “ejército clandestino” de Donald Trump no es más que una gigantesca cortina de humo, un ensayo general de la política de ley en orden con la que el presidente espera ser reelegido el próximo mes de noviembre. Harrop considera que Trump parece predestinado a la derrota por su nefasta gestión de la crisis sanitaria de la covid-19: “Incluso Barbados, una isla satélite que vive del turismo estadounidense, nos pide visados y nos impone cuarentenas porque nos ve como portadores de una enfermedad infecciosa que no hemos sabido contener”. En este contexto tan negativo para sus intereses, Trump aspira a cambiar la tendencia presentándose como el candidato de la “ley y el orden”, el único que puede “restaurar la paz”. Y para restaurar la paz, primero necesita declarar una guerra que no existe.

Otro comentarista, Ryan Cooper, describe lo que está haciendo Trump en Portland como la aplicación de una “táctica fascista de manual”. Los que están creando el caos con su represión expeditiva de una protesta en general pacífica son los mismos que se postulan como defensores del orden. Sin embargo, Cooper reconoce que, salvo un puñado de calles céntricas, “la ciudad permanece bastante al margen de ese caos inducido”. La gente sigue frecuentando los mercados populares y los restaurantes de slow food, mojando los pies en el lago artificial de Jamison Street o sentándose en las terrazas de las cervecerías artesanales del barrio de Pearl District.

Portland, la Ciudad de las Rosas, resiste a Trump sin por ello perder su carácter de islote de serenidad y relajada bohemia, sin renunciar a sus credenciales de sitio distinto. Cooper se pregunta también por qué el presidente ha elegido Portland. Por qué sembrar el caos de la “normalidad” precisamente allí y no en cualquier otro sitio. Por qué aplicar tanta presión sobre una ciudad en que el movimiento Black Lives Matter se había articulado de manera multitudinaria pero no violenta. Por qué cebarse con la juventud hipster de este lejano rincón de la costa oeste cuando el activismo más radical se estaba centrando en lugares como Mineápolis, Cleveland, Nueva York, Los Ángeles o Detroit. ¿Tal vez porque se trata de una ciudad de abrumadora mayoría blanca, pero tan progresista, tan “de izquierdas”, que ha abrazado con entusiasmo un movimiento civil afroamericano? Podría ser. Pero no parece una razón suficiente.

Portland, la Ciudad de las Rosas, resiste a Trump sin por ello perder su carácter de islote de serenidad y relajada bohemia, sin renunciar a sus credenciales de sitio distinto

El periodista y escritor valenciano Vicent Chilet, que conoce bien Portland, porque la visitó en 2013 y le dedicó varios capítulos de su libro Slow West, crònica d’una ruta americana (Editorial Drassana), tiene una teoría. “Trump carga precisamente contra ellos porque son peligrosos: demuestran con su ejemplo que es posible vivir de otra manera”. Chilet describe Portland como “la ciudad a la que acuden los jóvenes que quieren retirarse, los que tienen un diseño vital sencillo y sostenible y no persiguen el éxito material, sino una vida digna en una comunidad en la que puedan sentirse cómodos”.

Visto así, lo que hace que Portland sea un sitio distinto es que propone una alternativa al sueño americano, a la experiencia urbana crispada e histérica que ofrecen ciudades como Chicago, Boston, Nueva York o Los Ángeles, en las que la vida es una carrera frenética e incluso el ocio resulta competitivo y estresante. En Portland, según Chilet, se puede “vivir con muy poco dinero”. Por eso proliferan los negocios locales de una asumida modestia, impulsados por jóvenes sin mayor ambición que hacer algo que les guste. Huertos ecológicos, foodtrucks, mercados de artesanía, cafeterías minúsculas, librerías de segundo mano, restaurantes de slow food En Portlandia, dadaísta comedia televisiva que intenta captar la atmósfera de esta ciudad diferente, se suceden gags como el de una pareja que, antes de comprar un pollo asado en un puesto callejero, interroga al vendedor sobre la vida que llevó el pobre animal: si fue criado en libertad y alimentado con piensos no industriales, si era de carácter alegre o más bien taciturno, si fue sacrificado respetando su dignidad y sus derechos. No es que sean veganos, pero les preocupa el bienestar material y espiritual de los animales que se comen.

Chilet considera que la sátira amable que plantea Portlandia es “bastante certera”. Recuerda Portland como una ciudad muy alternativa, “pero de manera muy genuina, con verdadero orgullo local y sin el punto de afectación y de esnobismo que tal vez se respira en sitios como Brooklyn, San Francisco o incluso la cercana Seattle”. El escritor valenciano recuerda una conversación con un grupo de jóvenes artesanos en uno de los mercados populares del centro de la ciudad: “Ninguno de ellos tenía coche, les parecía un lujo innecesario e irresponsable. Apenas se planteaban salir de Portland porque sentían que allí habían echado raíces y tenían todo lo que necesitaban. En todo caso, hacían excursiones en bicicleta por los alrededores, que son magníficos, y algún viaje en autoestop a la costa, que está a una hora de distancia, al final de la ruta que siguieron a principios del siglo XIX Lewis y Clark, los grandes exploradores del noroeste”.

Un mural nos recierda dónde estamos y cómo quieren los lugareños que sea la ciudad.
Un mural nos recierda dónde estamos y cómo quieren los lugareños que sea la ciudad. Getty Images

En Pearl District, los bohemios no son agentes de la gentrificación, sino miembros de una comunidad solidaria que se resiste a ella. A Chilet le recuerda “la atmósfera de barrios rebeldes y con mucho sabor local, como Sankt Pauli, en Hamburgo”. Portland tiene, en su opinión, “un curioso aire de ciudad europea nórdica, pero también una atmósfera afrancesada, una cultura del café y la sobremesa, de la tertulia espontánea al aire libre, que no es muy frecuente en Estados Unidos”. En Portland se vive mucho de puertas a fuera siempre que el clima, gélido y húmedo en invierno, lo permite. También fue de las primeras ciudades estadounidenses que se dotaron de un casi universal carril bici, “con frecuencia prioritario respecto a los coches”, según explica el escritor, y una de las que tienen mejor expediente ecológico.

Al periodista deportivo que Chilet lleva dentro le sorprendió la pasión sincera con que la ciudad vive el deporte: “No tiene nada que ver con el convencional sentido del espectáculo estadounidense. No tuve la oportunidad de ver a los Portland Trail Blazers, que son un equipo muy implicado en la comunidad y sus causas sociales, pero sí al club de fútbol local, los Portland Timbers, enfrentándose a los Seattle Sounders en el derby del noroeste. El ambiente en las gradas era como el de los estadios europeos, pero sin la hostilidad exagerada al rival ni el clima de violencia”.

Portland es distinta por vocación, pero también como estrategia de supervivencia. La ciudad tiene un pasado industrial, muy ligado a las explotaciones forestales. También fue un puerto fluvial de importancia y, en la década de 1950, una ciudad notable por su vida nocturna, controlada por organizaciones criminales y muy centrada en la prostitución y las apuestas. Quiso ser la sucursal norteña de Las Vegas y había entrado ya en clara decadencia a principios de los sesenta, periodo en que la revista Life la describía como una de las ciudades “más inhóspitas y corruptas” del país.

La subcultura hippie acudió al rescate. Jóvenes universitarios de ideas contraculturales empezaron a establecerse en las casas baratas del centro, en vecindarios, como el hoy fascinante Pearl District, en los que la inseguridad y el tráfico de drogas habían hecho huir a la clase media. Los nuevos inquilinos transformaron la ciudad hasta convertirla en la prueba de que otra manera de vivir, más relajada, amable y solidaria, era perfectamente posible. En los noventa, empezaron a proliferar por toda la ciudad grafitis con el lema Keep Portland Weird, una exhortación a los vecinos a que hiciesen lo posible por que su ciudad siguiese siendo “rara”. El eslogan había sido adoptado antes por Austin, la ciudad universitaria que es un islote de juventud y progresismo en el muy conservador estado de Texas.

La escalada violenta continúa en Portland, la ciudad que Trump odia.
La escalada violenta continúa en Portland, la ciudad que Trump odia. Getty Images

En pocos años, Portland había llevado la apuesta por la rareza mucho más lejos que sus hermanos de Austin. La nueva bohemia hípster sustituyó a los beatniks y a los jipis, se consolidó una fértil escena musical alternativa con bandas como Modest Mouse, The Decemberists, She & Him, The Shins o Chromatics actuando en locales como el Crystal Ballroom y su sala anexa, Lola’s Room. Portland se convirtió en una ciudad verde, acogedora y culturalmente estimulante. Esa nueva prosperidad y ese nuevo modelo urbano basado en el crecimiento sostenible sirvieron también para que la ciudad recuperarse espacios de interés turístico que habían degenerado, como el jardín japonés, con sus espectaculares cascadas, la histórica mansión Pittock o incluso el modesto y muy coqueto zoológico local, con sus “raros” elefantes.

Chilet nos habla de un Portland en que la gente “ha convertido a las gallinas en animales domésticos a los que pasea con correa y cuyos excrementos recoge”, en que las cervezas comerciales no pueden competir “con las decenas de cervecerías tradicionales de elaboración local, en la línea de lo que está ocurriendo en Brooklyn, pero también en Alemania o Bélgica”, en que la gente “siente una amable curiosidad por los extranjeros y parece disponer de todo el tiempo del mundo para hablar contigo”.

Puestos a elegir lugares que capturen la esencia del Portland más excéntrico y estimulante, nuestro interlocutor se queda con Powell’s City of Books, “la librería independiente y de segunda mano más grande del mundo”, un templo de la letra impresa que ocupa todo un bloque de edificios en Pearl District. Y, sobre todo, apuesta por Voodoo Doughtnut, la legendaria tienda de rosquillas artesanales cuyo lema es The magic is in the hole (la magia está en el agujero): “Es toda una institución local. La tienda es minúscula y la gente está dispuesta a hacer horas de cola para visitarla y explorar su increíble carta, llena de donuts de todo tipo. Nosotros esperamos pacientemente, disfrutando de un concierto improvisado junto a una brigada de bomberos que habían aparcado su camión en la esquina”.

En los noventa, empezaron a proliferar por toda la ciudad grafitis con el lema Keep Portland Weird, una exhortación a los vecinos a que hiciesen lo posible por que su ciudad siguiese siendo ‘rara’

Las guías urbanas recomiendan también una visita a la vieja Chinatown, con su Saturday Market (lo más parecido a un mercado tradicional oriental que se puede encontrar en esta orilla del Pacífico) y las tortillas de ostras y los huevos revueltos con tofu que ofrece el encantador Bijou Café. O las excursiones en tranvía por Nob Hill, el barrio de las recetas veganas, la gastronomía local biosostenible, la cocina efímera de los célebres food trucks, el marisco y el sushi. A continuación, vale la pena ir de compras por ese fascinante bazar que es siempre Pearl District y mojar los pies en Jamison Square, no muy lejos del lugar en que el Willamette desemboca en el Columbia. Los alrededores se prestan a excursiones como una visita a la estación de esquí del monte Hood, las playas de Astoria, la ruta del vino del valle de Willamette o la espectacular garganta del Columbia.

En los últimos años, el tradicional Keep Portland Weird empieza a ser sustituido por un nuevo lema: Make Portland Weird Again (hagamos que Portland vuela va a ser raro). Se trata de una respuesta al Make America Great Again de Trump, pero también el nostálgico reconocimiento de que la ciudad se está aburguesando y empieza a perder parte de su fuelle excéntrico y alternativo. En la web del movimiento vecinal de ese nombre se recuerdan glorias locales hoy desaparecidas como “la iglesia de Elvis, la stripper que se convirtió en novelista o el guitarrista de los cien piercings”, tan añorados como “los cabarets abiertos toda la noche, los antros de hackers abiertos todo el día, las fiestas clandestinas en lugares secretos, el teatro de guerrilla, los artistas punk callejeros o el ballet en patios de vecinos”.

Para los puristas del Portland distinto, para los irreductibles galos, la desaparición de todos esos ejemplos de excentricidad y demencia fértil prueban que “América declaró la guerra a la rareza y los raros hemos perdido”. Si eso fuese cierto, si la ciudad distinta estuviese ya renunciando a serlo, Portland ya no supondría una amenaza y Trump y sus hombrecillos de verde se estarían equivocando de enemigo.

 

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