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Imagen de la catedral de Granada que el arzobispado inmatriculó en 2015 unos meses antes de que la reforma de la Ley Hipotecaria acabara con el privilegios eclesiástico de los obispos. Granada Laica mediante notas simples comprobó que tanto la catedral como todas, salvo algún caso puntual porque ya se inmatricularon antes, las iglesias históricas de la ciudad se habían inmatriculado en esas fechas.

Esta Transición eterna que nos trajo la segunda restauración borbónica se fundó en cuatro amnistías como los cuatro palos de una baraja: para los políticos, los militares, las grandes fortunas y la Iglesia católica que sustentaron la dictadura. Creímos ingenuos que la ley de amnistía de 1977 sería el principio del final y, casi medio siglo después, confirmamos que sólo fue el final del principio. El franquismo de quienes mantuvieron sus privilegios gracias a estas amnistías, sigue jugando a las cartas con nosotros, guardándose los ases en la manga. Sería necio e injusto no reconocer los innumerables avances democráticos que hemos conseguido entre todos y todas. Tan necio e injusto como negarse a ver que nuestros muertos republicanos siguen en las cunetas, que el emérito se gasta nuestra fortuna patrióticamente con los saudíes, que los bancos jamás nos devolverán los millones que les prestamos y que la Iglesia católica se apropió de nuestro patrimonio histórico por la gracia de Dios.

De las cuatro amnistías, la más sangrante por su valor incalculable y por su opacidad fue la que permitió inmatricular cien mil bienes de toda índole a la jerarquía eclesiástica. Es un tema complejo y oscuro, como un nublao de tiniebla y pederná, del que se aprovechan los obispos para hacernos caer en la ecuación simplista y falaz de que las iglesias pertenecen por definición a la Iglesia. Ni es cierto, ni el escándalo se circunscribe a la apropiación de edificios religiosos que siempre formaron parte de nuestro acervo cultural, porque con el mismo subterfugio también registraron plazas, calles, cocheras, cementerios, murallas, castillos, solares, caminos… y todo ello sin más prueba que la sola palabra del obispo.

Todo comenzó a mediados del siglo XIX cuando, tras las leyes desamortizadoras, el gobierno conservador reconoce por primera vez a la Iglesia católica la capacidad para registrar los bienes que adquiera legalmente a partir de 1860. Los que poseyera con anterioridad seguirían siendo desamortizables. Y, bajo ningún concepto, los templos de culto. El RD 6 de noviembre de 1863 excluía de inscripción los “bienes que pertenecen al dominio eminente del Estado, cuyo uso público es de todos, y los templos destinados actualmente al culto, pero si alguno de ellos cambia de destino y entra en el dominio privado del Estado, las provincias, los municipios o establecimientos públicos, debe exigirse inmediatamente su inscripción”. La norma es reveladora porque reconoce la naturaleza demanial de los templos de culto y cómo la desafectación los convierte en patrimoniales de la administración, es decir, en ningún caso de la Iglesia.

Este régimen no cambia durante la Segunda República que, siguiendo el modelo francés, regula el carácter público de los bienes religiosos de extraordinario valor histórico y cultural. Y tampoco lo hace el dictador, aunque sea por razones bien distintas. Como contraprestación a la ayuda recibida en la cruzada contra rojos e infieles, Franco sí permite a la jerarquía católica inscribir cualesquiera otros bienes y, a tal fin, equipara a la Iglesia con la administración y a los obispos con fedatarios públicos. Es evidente que estas normas deben entenderse derogadas por inconstitucionalidad sobrevenida, y nulos todos los actos realizados a su amparo, desde la entrada en vigor de nuestra Carta Magna. En este sentido se manifestaron maestros civilistas e hipotecaristas que nadie cuestiona como Albaladejo o Roca Sastre. Sin embargo, a diferencia de la Segunda República, la transición calló. Ni las declaró nulas expresamente, ni estableció el régimen jurídico de los bienes públicos de carácter religioso. Y de ambas negligencias se aprovechó la Iglesia católica, con la ayuda inestimable de Aznar.

Fue en 1998 cuando, por simple decreto y por primera vez en la historia, se privatizaron los templos de culto en España. Aznar derogó por inconstitucional el artículo que prohibía su registro. Con razón, porque la Iglesia tenía derecho a inscribir lo que pudiera probar que le pertenecía, aunque fuera un templo de culto. Pero, con el mismo criterio, debería haber derogado las normas que permitían su inmatriculación sin prueba alguna. Y ahí radicaba la trampa. Cayeron en el saco bienes que siempre pertenecieron al común como la Mezquita de Córdoba o la Giralda, por cierto, gracias al actual Arzobispo de Sevilla a quien el Ayuntamiento del PSOE acaba de nombrar Hijo Adoptivo a propuesta de la extrema derecha. El mismo que llegó a registrar y devolver vergonzantemente bienes de las cofradías sevillanas como la del Gran Poder en San Lorenzo, la capilla de la Macarena en San Gil, la de Pasión en el Salvador, o la de la Quinta Angustia en la Magdalena.

Así pues, la jerarquía católica ha puesto a su nombre más de 30.000 fincas desde 1998, según el listado que tiene en su poder el Gobierno desde hace dos años y que se niega a publicar. En total, unos cien mil bienes desde 1946. ¿A qué obedece este silencio? Mucho nos tememos que a la posibilidad de un acuerdo con la Iglesia. Eso explica las últimas declaraciones de Luis Argüello, portavoz de la Conferencia Episcopal española, negando una impugnación a la totalidad pero reconociendo que «quizá haya algún bien, o alguna superficie alrededor de un bien que sea discutible». No hay que ser lumbrera para darse cuenta que el obispo está apuntando su posición en el acuerdo: devolver un puñado de bienes, los más extravagantes, y quedarse con el resto. Eso sí, cargando sobre las administraciones públicas su mantenimiento y rehabilitación cuando no sean rentables.

Por encima de Dios, la Iglesia católica cree en sí misma. Y defenderá con uñas y dientes lo que ha hecho suyo gracias a los privilegios franquistas que no se derogaron durante la transición. Para el Estado, sin embargo, no hay más Dios que la Constitución y la defensa del patrimonio público. No hacerlo sería un pecado civil y una traición democrática. Mucho más grave aún si se atreve a cometerla este gobierno de coalición que prometió lo contrario en la investidura. Hasta un aprendiz de jurista sabe que la nulidad y el dominio público no se negocian. Todas las inmatriculaciones son nulas desde 1978, y eso no quita a la Iglesia su derecho a inscribir aquello que pueda demostrar que le pertenece. Y ya va siendo hora de que el Estado regule el estatuto jurídico de los bienes públicos de carácter religioso, como ocurre en Portugal o en Francia, manteniendo el uso católico de los monumentos y asumiendo el coste de su conservación porque nos pertenece a todos y todas. Lo que no cabe, en ningún caso, es una amnistía más que nos recuerde que la transición sólo sirvió para que los de siempre se repartieran las cartas y ganaran la partida.

Antonio Manuel Rodríguez Ramos es profesor de Derecho Civil en la UCO y portavoz de la coordinadora estatal Recuperando

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