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Miles de presos de Franco fueron hacinados durante la Guerra Civil en el ruinoso monasterio de Oia (Pontevedra), el único de la Orden del Císter a orillas del Atlántico. En 1937, la Inspección General de Campos de Concentración del bando nacional improvisó una cárcel de clasificación en el cenobio ante el exceso de hombres apresados en el frente. Esperando ser derivados a una prisión definitiva, o la libertad, o la ejecución, entre los muros de 800 años trataban de sobrevivir cada día con agua negra y una castaña pilonga o hervida. Para apaciguar el hambre, los presos devoraban algas, cangrejos y lapas que cosechaban en la playa cuando los bajaban a lavarse en el mar de madrugada. Al menos 25 de ellos, según el registro civil, murieron allí mismo. De inanición agravada por la diarrea que les causaban las algas, de disentería, de tifus exantemático.

Había tales plagas de piojos y chinches que los presos preferían dormir a la intemperie, en el claustro y los patios, que en las celdas donde se apretaban por cientos. En 1939, cuando la guerra enfilaba su desenlace en el frente del Ebro, en el monasterio pontevedrés “llegó a haber hasta 4.500 hombres”, explica Xoán Martínez, que pertenece a la segunda generación de la naviera Vasco Gallega de Consignaciones.

En 2004, esta empresa compró el cenobio al Banco Pastor para restaurarlo en el marco de un proyecto de hotel singular, además de 20 “villas turísticas” y spa, que quedó varado entre las rocas de los permisos administrativos y las negociaciones políticas. Mientras tanto, el BIC, monumento nacional desde 1931, acusaba aún más su deterioro y la firma tuvo que acometer varias reparaciones de urgencia. Entre los trabajos de consolidación de unas estancias “a punto del colapso”, la compañía viguesa recuperó un tesoro: un centenar de dibujos y textos trazados a lápiz en el maltrecho estuco de los tabiques por aquellos presos de Franco que quisieron dejar su huella mientras aguardaban su destino.

Las paredes interiores, corroídas por la salinidad de la arena de playa con la que se construían, hablan de aquellos hombres que pasaron por el campo de concentración entre 1937 y 1939. Algunos desprendían gran talento artístico. Otros, sencillamente, desesperación y miedo. En el Real Monasterio de Oia, habitado antes de la Desamortización por monjes artilleros que defendían la costa de los corsarios, se hallaron muchos dibujos de comida, pantagruélicos bodegones, cabezas de cerdo servidas en bandeja. “Auténticos banquetes”, resume Xoán Martínez, que se declara fascinado con la historia del edificio de 7.500 metros cuadrados y se ha trasladado a vivir allí al lado. Entre estos pequeños guernicas hay también muchas estampas bélicas, almanaques con los días tachados en una larga cuenta atrás, sinuosos cuerpos de mujer, nombres propios, poemas a la madre o la esposa, mucho centurión romano y escenas de westerns.

El propietario habla de la “buena comunicación” con la actual alcaldesa de Oia, Cristina Correa (PP), y asegura que ahora las negociaciones con el Ayuntamiento para el plan de urbanización y construcción del hotel de 72 habitaciones en pleno Camino Portugués a Santiago se han “desbloqueado”. La regidora confirmó el viernes que el proyecto tiene luz verde y que ahora solo están pendientes de que la empresa presente una modificación “puntual”. La empresa ha gastado ya casi “cinco millones de euros, con cero ayudas públicas”, y planean invertir 29 en su proyecto. De momento, se reciben visitas guiadas, se recaba información de familiares de presos y se han recuperado y musealizado los grafitos, con la participación de la Universidad de Santiago.

“En España hubo un centenar de monasterios que fueron campos de concentración”, comenta Martínez, “pero en ningún otro se llevó a cabo una acción de memoria histórica como esta”. “Aquí cada piedra tiene un significado, para nuestra familia esto tiene mucho de emocional”, reivindica. “Como propiedad tenemos que estar a la altura de la historia, 850 años de historia. Y contarla”, añade.

El capitán Castaña y el hambre atroz

“Fue horroroso […] Cuando vi llegar a mi padre del campo de concentración, que era un hombre fuerte y firme, parecía Gandhi, ¡estaba negro… negro y delgado! En dos o cuatro meses nos devolvieron a un hombre completamente deshecho”. Los hijos de Pere Menéndez-Arango describen así en Los maestros de la República en Manresa (Associació Memòria i Història de Manresa) el paso de su progenitor por Oia. Había un mando al que llamaban capitán Castaña, porque solo les daba de comer eso. Lo recordaba en este diario en 2011 el ya fallecido Eduardo Pérez Míguez, que fue sacristán de Oia, y de niño se colaba para llevar mendrugos a los presos, algunos también menores. Otra vecina escondía chocolate en el escote. Los del pueblo se jugaban su suerte por ayudar a aquellos rojos a los que a veces veían comer hasta hierba.

Hoy en el claustro de Procesiones descansan al sol Karim, Maya, Heydi, Ruza, Branca, Vera… las cabras enanas que llevó la empresa propietaria para mantener limpias de vegetación las 57.000 hectáreas que completan el futuro complejo turístico con parque público. En un ángulo del claustro se conserva una estancia ciega, sin luz, donde se dice que eran encerrados los presos considerados más peligrosos por el régimen.

De madrugada, aprovechando las horas en que el pueblo dormía, la Guardia Civil llegaba a la prisión y leía una lista: los nombres de los que se iban llevando para morir. A veces, en los grafitos de los reclusos, la fecha de entrada y la de salida están escritas con caligrafía distinta. Se cree que sus protagonistas fueron sacados del campo de concentración precipitadamente para cumplir condena y algún compañero se ocupó después de datar su marcha en las paredes.

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