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'La cena de Emaús (la mulata)', obra de Diego de Velázquez (c. 1618-1622).
‘La cena de Emaús (la mulata)’, obra de Diego de Velázquez (c. 1618-1622).

Las manifestaciones contra el racismo que brotaron hace unas semanas en Estados Unidos han generado un impulso que, además de provocar un despertar internacional sobre el trato que reciben los negros, se está llevando por delante símbolos del racismo y la esclavitud no solo en aquel país sino en distintas partes del mundo: desde esculturas del presidente de los Estados confederados Jefferson Davis hasta otras más controvertidas como las de Cristóbal Colón, Fray Junípero Serra y Cervantes, cuyas cabezas están rodando en Norteamérica, a la efigie del periodista italiano Indro Montanelli, que en su juventud se casó con una niña eritrea. La oleada revisionista ha alcanzado más rincones del planeta: ha llegado a países como Francia, donde Macron se ha negado a desmontar ninguna imagen pública, y ya venía de antes en Chile, donde la lectura colonialista de su pasado, montada en pedestales por todo el país, estaba siendo puesta en cuestión desde el inicio de las revueltas del pasado octubre. Aquí tampoco resultan ajenas estas controversias: en 2018, el Ayuntamiento de Barcelona, dirigido por Ada Colau, cumplió su promesa electoral y retiró la estatua que rendía homenaje a Antonio López, negrero que en el siglo XIX amasó una fortuna traficando personas en Cuba.

En aquella isla del Caribe, entonces colonia, España fue el último país europeo en ilegalizar, en 1886, la esclavitud (en el mundo lo fue Brasil, dos años después). Tal es el papel que históricamente ha jugado esta nación –o lo que hoy se reconoce como tal– en el tan siniestro como lucrativo negocio de la explotación y trata de seres humanos, una práctica que se prolongó entre, al menos, los siglos XV y XIX, y que colocó a España en el cuarto puesto de las potencias esclavistas del mundo, solo por detrás de Portugal, Inglaterra y Francia. No obstante, como apunta José Miguel López, profesor de historia de la Universidad Aautónoma de Madrid (UAM) y autor de La esclavitud a finales del Antiguo Régimen. Madrid, 1701-1837 (Alianza), existe un desconocimiento generalizado sobre esta cuestión, ausente de los libros de bachillerato y de los debates públicos. “El racismo es el revés de la esclavitud”, subraya el profesor, que lamenta “la trata negrera infamante” que existió en Europa y sugiere que “las grandes potencias esclavistas deberían resarcir a África”.

España no solo se convirtió con el tiempo en uno de los líderes mundiales en el comercio de esclavos, sino que desde muy pronto vivieron –y fueron subyugados– en la Península, también en Portugal, muchos de esos siervos traídos de diversas partes de África y otros países como Turquía. Cuando Cervantes visitó Sevilla describió la urbe como un “tablero de ajedrez”, porque en los siglos XVI y XVII su población era un crisol de razas, con más de un 10% de negros. En el siglo XVIII Cádiz la sustituiría como gran –y último– puerto negrero de Europa (Lisboa fue otro enclave fundamental), y en esa misma época, como señala López, en Madrid, “capital del Imperio Atlántico español”, en torno al 5% o 6% de sus habitantes eran esclavos, más que el resto de foráneos juntos. “No solo eran negros, sino también magrebíes, muchos apresados en operaciones militares”, explica el profesor, que cuenta que no les daban de comer carne para evitar que se pusieran bravos. De aquella gente, aunque medio olvidados, aún quedan vestigios intricados en las distintas formas de expresión artística: desde esas estatuas que hoy se encuentran en proceso de revisión a la arquitectura, la pintura, el baile y la música.

Existen ejemplos de trabajos artísticos realizados por esclavos, de obras que representan a esclavos y a esclavistas, y también edificios, incluso barriadas, financiados, en parte, con dinero blanqueado del comercio de seres humanos: lugares como el barrio de Salamanca, en Madrid, y el Eixample, en Barcelona. “El Palau Marc, que hoy alberga el departamento de Cultura de la Generalitat, lo compró un catalán que probablemente estuvo vinculado con la esclavitud, Tomàs Ribalta; y en el Palau Moja vivió Antonio López”, ilustra Martín Rodrigo, catedrático de la Universitat Pompeu Fabra y autor de Negreros y esclavos. Barcelona y la esclavitud atlántica (siglos XVI-XIX) (Icaria). Aunque la Corona de Castilla tuvo parte en la trata de esclavos desde el siglo XVI, fue en el XIX (época en que se ilegalizó la práctica), cuando comerciantes catalanes, vascos, cántabros, andaluces… “empiezan a participar en el comercio transnacional de esclavos hacia América”, con Cuba como principal destino. A ese país llegaron, en 50 años, más de 600.000 esclavos solo desde España. Como recuerda Rodrigo, un capitán de aquellos buques negreros, Pere Mas Roig, conocido como el Pigat, aún se sigue paseando en forma de muñeco gigante en las fiestas de Vilassar de Mar, en Barcelona.

Si bien se trata de un tema muy poco estudiado (como dice López, “apenas somos cuatro”), poco a poco se está arrojando luz sobre esta práctica que también permeó el mundo de la pintura. Pocos artistas sevillanos de los siglos XVI y XVII carecían de esclavos y esclavas, que solían pagarse más caras: los tuvieron desde Herrera el Viejo hasta Pacheco, Velázquez y Murillo. “Estaban en el último escalafón del taller: se dedicaban a aparejar lienzos, moler la pintura…”, explica Luis Méndez, catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Sevilla y autor de Esclavos en la pintura sevillana de los Siglos de Oro (Editorial US). Dos de aquellos siervos consiguieron su libertad para dedicarse ellos mismos, y con éxito, al arte: Sebastián Gómez, el mulato de Murillo, y Juan de Pareja, cuyo amo fue Velázquez. La existencia de aquellos negros y mestizos –que a veces se traían a España desde América, en el viaje inverso– quedó plasmada en obras como La cena de Emaús (la mulata), de Velázquez; Tres niños, de Murillo y La duquesa de Alba teniendo en sus brazos a María de la Luz, de Goya, un dibujo de la niña de La Habana que adoptó la duquesa en el siglo XVIII.

La religión marca otro de los caminos donde, si se buscan, pueden seguirse las huellas de la esclavitud: ahí están santos como el negro san Benito de Palermo, cofradías como la Hermandad de los negritos, aún activa en Sevilla, y símbolos como la letra S con un clavo superpuesto (el símbolo del esclavo, que se marcaba a fuego sobre su piel) que preside una de las puertas de la iglesia de San Ginés, en Madrid. También perviven los nombres de algunos distinguidos esclavistas y antiabolicionistas en el callejero de distintas ciudades y en estatuas que presiden plazas y cruces (María Cristina de Borbón Dos Sicilias, el Conde de Peñalver, Cánovas del Castillo, Esquilache, Felipe V, Fernando VI o Carlos III, que llegó a tener hasta 20.000 esclavos), a pesar de que, como subraya el profesor López, “España se comprometió a retirar esos símbolos en la Conferencia contra el racismo de la ONU que se celebró en 2001 en Durban”.

Pero es en el patrimonio inmaterial, especialmente en el baile y la música flamencos, donde más resuenan los ecos de aquellos esclavos que formaron parte inseparable de la vida de España, cuyos descendientes (aunque muchos, por las condiciones en que vivían, no los tuvieron) siguen en ciudades como Cádiz, Jerez, Huelva, Sevilla… “Se ve en apodos como El zambo, El negro del puerto…”, ilustra Miguel Ángel Rosales, que en 2016 presentó el documental Gurumbé. Canciones de tu memoria negra, una película que ha calado no solo aquí (fue nominada a siete goyas) sino también en EE UU, donde, cuenta su director, se está reevaluando el papel de España y Portugal en el relato de la esclavitud. “Fue un proceso sorprendente”, señala Rosales sobre los “cuatro o cinco” años que se pasó investigando para el filme, que traza una genealogía entre los ritmos africanos y andaluces. “Lo que descubro es un epistemicidio: se ha borrado a una población que ha escrito parte de la historia del país”.

Para el cineasta, existen “varios factores” por los que, a diferencia de otros países, la huella de los esclavos en España ha quedado poco menos que diluida. Uno es que, en el siglo XVIII, “los historiadores están inmersos en unas teorías muy racistas”. Otro, que “en esa época, la movilidad social de la población negra es imposible, y ellos mismos buscan el blanqueamiento por matrimonio y por alianzas con otras minorías como la gitana”, asegura. “Que no haya habido políticas de memoria es algo que nos equipara a Portugal, no así a otros países como Francia o el Reino Unido”, señala Martín Rodrigo. “Los historiadores tenemos la responsabilidad, pero también los políticos y la sociedad al completo”.

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