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Jean Echenoz. Foto: RTS

Ahora que estamos paladeando Los papeles de Herralde (Jordi Gracia, Anagrama), recordamos que las relaciones entre los editores y sus autores son, a veces, tan literarias como los libros que unos editan y los otros escriben. Y muy jugosas, bien entendido que ese jugo puede tener sabor agrio o dulce. A la larga, como casi todo en esta vida, agridulce.

En algunas ocasiones, tales relaciones adquieren resonancias míticas, y ahí está el caso de Maxwell Perkins y Thomas Wolfe (y Scott Fitzgerald, y Hemingway), repicado por el cine con el soso título en castellano de El editor de libros (Michael Grandage, 2016), desde luego más discreto que el enfático original: Genius.

Ante el Día del Libro, podemos disfrutar -y el verbo es el adecuado- de un librito nada ruidoso, tan modesto como encantador, Jérôme Lindon, de Jean Echenoz, publicado por Nórdica -hace años se editó en Trama- con traducción de María Teresa Gallego Urrutia.

El editor Jérôme Lindon falleció en abril de 2001, tras dirigir durante más de cincuenta años el rumbo de Les Éditions de Minuit, la editorial que ha publicado los hasta ahora dieciocho libros de Echenoz. En junio del mismo año, Jean Echenoz (Orange, Francia, 1947) ya tenía listas las docenas de cuartillas que constituyen su emocionante y magistral homenaje. 

Doblemente emocionante porque la emoción no está en el primer plano de la escritura ni es una imposición exigente de Echenoz, sino que se cuece poco a poco, conforme se van deslizando en voz baja anécdotas y recuerdos. Doblemente magistral porque, también en este libro y como siempre, la escritura de Echenoz es sencilla en apariencia -dificilísima, en realidad-, económica, minimalista, sabiamente elíptica, a base de frases cortas, con suave humor y notas de color, que van creando un clima íntimo, una envolvente musicalidad.

No sé, dan ganas de levantarse y darle a la tecla del aparato correspondiente para escuchar a Erik Satie. O, bueno, tal vez algo ligeramente más animado: como obsequio a Echenoz, Maurice Ravel.

En 1979, Monsieur Lindon, casi tan alto como lo dibuja Paco Roca en la cubierta, ya había forjado a un Premio Nobel en Les Éditions de Minuit, Samuel Beckett, y pronto iba a tener listo al segundo de su cosecha, Claude Simon. También publicaba a Alain Robbe-Grillet y a Marguerite Duras. Echenoz cuenta con mucha gracia las mosqueantes circunstancias de sus encuentros con Beckett y Robbe-Grillet y esquiva con irónico instinto de protección toda comparación entre su literatura y la de esos monstruos.

El caso es que un día de enero de 1979, el perfecto desconocido Jean Echenoz, de 31 años y sin blanca, deja en la sede de Minuit una fotocopia del manuscrito de su primera novela, ya rechazada por un montón de editoriales. Nada tiene que perder. Y resulta que, al día siguiente por la mañana, el señor Jérôme Lindon llama a su casa, está entusiasmado con su novela y quiere verle en su despacho por la tarde. En esa primera entrevista, Echenoz se siente intimidado por Lindon, pero la cosa es que sale de su oficina con un contrato de publicación que ha firmado a toda prisa y sin leerlo, “no vaya a ser que cambie de opinión”. Lindon, claro.

A partir de ahí empieza la carrera de un escritor que obtendrá con Lindon todo su prestigio actual y ganará los premios Médicis y Goncourt. A partir de ahí comienza este libro precioso que cuenta, en clave muy personal, una relación profesional y de peculiar amistad que duró más de treinta años.

Nada de datos, ni menos aún nombres (sólo algunos), ni apenas títulos ni fechas. No es una biografía escueta, ni un informe. Es la crónica de una intimidad literaria, de un tira y afloja de consejos, recomendaciones, acuerdos y discrepancias. También, de misteriosos silencios, lejanías, miedos e incógnitas. Lo que piense Lindon, lo que diga Lindon, lo que haga Lindon siempre preocupa e inquieta a Echenoz. 

Lindon tiene sus manías, tan pronto está cálido y cordial como seco y áspero. No se inmuta a la hora de decir algo desagradable a su pupilo. Lindon siempre le discute a Echenoz los títulos y otras veces los finales, y la posición de ambos sobre el uso de las comas es tan irreconciliable como divertida de contar. 

Lindon era generoso en sus invitaciones y, de pronto, repartía beneficios entre sus escritores por el éxito alcanzado por un libro de otro autor de la casa. Contento sin exagerar le decía a Echenoz que su última novela era estupenda y sin pestañear le decía que era mala, que la rehiciera o que no la publicaría… salvo para evitar que se fuera a la competencia.

Comidas y cenas juntos, paseos a paso rápido, charlas en el despacho. Lindon se mete hasta con la forma de vestir de Echenoz si no la juzga adecuada y apaga las lámparas de las habitaciones para que no suba el recibo de la luz. Echenoz dice que nunca fueron íntimos, pero Jérôme Lindon destila admiración, amistad y cariño. Y gratitud por la permanente oportunidad dada y la larga lección impartida por Lindon, el hombre de las “dos sonrisas”: la terrible y la efusiva.

Escribe Echenoz: “…Luego, pocos días después, Lindon, con un tono levemente insidioso, pregunta: Por cierto, esa cartita que le pedí que escribiera, ¿la ha enviado? Sí, digo, por supuesto. Abre los ojos como platos. ¡Ah! ¿De verdad que lo ha hecho? Se lo estoy diciendo, respondo. Me mira fijamente con asombro…”

Y ahora viene el remate: “Lo increíble que es el individuo este: no solo se permite darle a uno órdenes, sino que, encima, se permite suponer que uno no las cumple”.

Ahí está la escritura de Jean Echenoz, la escritura que, pese a la brevedad de Jérôme Lindon, en modo alguno decepcionará a quienes admiran al autor de El meridiano de Greenwich, Capricho de la reina, Enviada especial o, palabras mayores, 14. Precioso retrato, sí, y preciosa crónica literaria de una amistad dentro del trabajo de la literatura. ¿Un frasquito de esencia Echenoz? Eso mismo.

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