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Al pensar en el tejido adiposo, inevitablemente salen a colación los impopulares “michelines”, que a día de hoy se perciben como un problema. Sin embargo, conviene tener en cuenta que la capacidad de almacenar como depósitos de grasa el excedente de energía ingerida ha permitido la supervivencia de la especie humana. Es decir, hay mucho que agradecerle.

El principal reservorio de grasa del cuerpo humano es el tejido adiposo blanco, pero no es el único: también existe un tejido adiposo marrón. Este último tiene una función opuesta, ya que nos permite “quemar” la grasa almacenada, disipando la energía como calor. Eso lo convierte en una interesante diana en la lucha contra la obesidad y sus complicaciones.

El tejido adiposo blanco: una reserva de energía para momentos de necesidad

Los alimentos contienen nutrientes que proporcionan la energía (calorías) que el cuerpo necesita para funcionar. Si se ingieren más calorías de las que se gastan no se desaprovechan, sino que se convierten muy eficientemente en grasa (triacilglicéridos) que se almacenan en unas células, los adipocitos, que forman el tejido adiposo blanco.

Este reservorio de grasa queda disponible para hacer frente a situaciones de escasez de alimentos, en las que es posible movilizar los triacilglicéridos almacenados para obtener la energía necesaria. Por eso la grasa aporta una ventaja evolutiva. O más bien la aportaba hasta hace poco. Porque en la época actual, y a diferencia de lo que ha venido ocurriendo a lo largo de miles de años de evolución, la humanidad se encuentra en una situación bastante diferente.

En estos momentos, la mayoría de individuos de nuestra especie tiene a su disposición una amplia oferta de alimentos, algunos excesivamente calóricos. Si a los frigoríficos y despensas a rebosar se suma un estilo de vida cada vez más sedentario, la consecuencia inmediata es la acumulación de grasa en exceso.

Este reservorio de grasa queda disponible para hacer frente a situaciones de escasez de alimentos para obtener la energía necesaria, lo que otorgaba una ventaja evolutiva hasta hace poco

La grasa subcutánea –esto es, la de los michelines– más característica de las mujeres, es la menos problemática. El mayor riesgo para la salud se asocia a la grasa visceral, que es la que se deposita rodeando a órganos como el hígado, corazón o los intestinos.

Es importante resaltar también que el tejido adiposo no solo sirve como reservorio de energía. Los adipocitos blancos son capaces de producir y liberar a la sangre sustancias bioactivas conocidas como adipocitoquinas, con una importante función reguladora del metabolismo. El problema viene en la acumulación de demasiada grasa en los adipocitos, porque en ese momento la producción de adipocitoquinas se desregula. Como consecuencia, aumentan los procesos inflamatorios y la resistencia a la insulina, que son el detonante de diversas patologías.

En resumen, la acumulación de grasa corporal en forma de sobrepeso u obesidad ha alcanzado a día de hoy dimensiones de pandemia, y van asociado a enfermedades cardiovasculares y a una larga lista de patologías, incluyendo diferentes tipos de cáncer e, incluso, un mayor riesgo de daño cognitivo.

El tejido adiposo marrón: el tejido capaz de quemar la grasa

Si bien el tejido adiposo blanco es el más abundante, existe otro tipo de tejido adiposo, el marrón. Se distingue porque, en respuesta al frío y otros estímulos, moviliza las reservas grasas y libera energía en forma de calor. El proceso se conoce como termogénesis adaptativa, y resulta muy útil para mantener la temperatura corporal en animales, incluidos los hibernantes. Además, en pequeños mamíferos, la termogénesis adaptativa se pone en marcha también frente a la ingesta de dietas ricas en calorías, lo cual les ayuda a mantener el peso corporal.

La termogénesis adaptativa resulta muy útil para mantener la temperatura corporal en animales

En el caso de los humanos, durante muchos años se pensó que el tejido adiposo marrón era importante en recién nacidos para regular la temperatura corporal, pero que desaparecía en adultos. La sorpresa surgió hace poco más de una década, cuando se describió que los humanos mantenemos tejido adiposo marrón en edad adulta que es capaz de activarse para generar calor, utilizando ácidos grasos y glucosa.

Este descubrimiento potenció la aparición de proyectos encaminados a identificar diferentes formas de activar la termogénesis en el tejido adiposo marrón para perder peso, mejorar la salud cardiovascular y pararle los pies a la diabetes. Uno de ellos fue el proyecto europeo DIABAT, que se desarrolló entre el 2011 y el 2015, en el que participaron centros de investigación de 12 países europeos, incluido el grupo de Nutrigenómica y Obesidad de la Universidad de las Islas Baleares.

Las investigaciones continúan avanzando, y son múltiples las evidencias que apuntan a los beneficios de la grasa marrón. Por ejemplo, recientemente se ha publicado que la presencia de tejido adiposo marrón está relacionada con un menor riesgo cardiovascular. Y que podría mitigar las complicaciones asociadas a la obesidad, como la diabetes, hipertensión o niveles de lípidos elevados en sangre.

¿Y si pudiéramos convertir la grasa blanca en marrón?

Aunque lo ideal es no acumular grasa en exceso, la buena noticia es que los depósitos de grasa blanca pueden convertirse en lo que ha venido a considerar un tercer tipo de grasa, la grasa beige.

La transformación forma parte de un proceso conocido como marronización. Resulta interesante porque los adipocitos beige son un tipo de células similares a los adipocitos marrones. Como ellos, expresan la proteína UCP1 o termogenina, y por lo tanto pueden realizar termogénesis. Eso sí, están localizados dentro del tejido adiposo blanco.

La marronización del tejido adiposo blanco se puede inducir con estímulos adecuados, como la exposición al frío. Pero también con fármacos, con determinados nutrientes, e incluso con el ejercicio físico. Esta posibilidad es interesante porque con la conversión de grasa blanca en grasa beige se potenciaría la eliminación de los lípidos y glucosa circulantes. Y al incrementar de esta forma el gasto energético contribuiríamos a mantener el peso corporal y la salud metabólica.

Parece indiscutible que estamos ante un arma muy poderosa para combatir la epidemia mundial de obesidad y de diabetes.

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*Paula Oliver Vara es Catedrática de Bioquímica y Biología Molecular en la Universitat de les Illes Balears. Esta nota apareció originalmente en The Conversation y se publica aquí bajo una licencia de Creative Commons.

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