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No es extraño que una conversación con Malaika-Tamu Cooper, de 53 años, propietaria de una peluquería, arranque tratándose de su cabello y acabe abordando la esclavitud. Ser afroamericana la obligó a enfrentarse a un dilema que las mujeres de otras etnias pueden ignorar: dejar crecer su pelo natural, rizado, o someterlo a productos químicos para domarlo. Lo que para unos puede parecer un acto trivial, incluso vanidoso, para ella implica decidir cómo “sobrevivir en la América corporativa blanca”. Llevar sus rastas es una especie de declaración de principios frente a “los cánones de belleza eurocéntricos”, según afirmaba en uno de sus salones en Baltimore (Maryland) antes de que la crisis del coronavirus forzase su cierre temporal. Cuando la peluquería volvió a abrir, a finales de mayo, estalló la mayor ola de protestas raciales en medio siglo en Estados Unidos. Un movimiento que Cooper apoya y sobre el que es tajante: “No se trata de ley y orden, sino de opresión”.

La mayoría de las mujeres negras usan lociones químicas para alisarse el pelo. Muchas quieren lucir un estilo afro o rastas o trenzas, como sus antepasados, pero no se atreven. Les puede el temor a perder un empleo o el miedo a ser rechazadas, incluso, por los mayores de sus familias, que no conciben el cabello libre como una opción. Símbolo de la lucha por los derechos civiles, pese a décadas de demandas en los tribunales, el pelo natural en los afroamericanos es aún una excusa para la discriminación racial en EE UU. Una discriminación sistémica que en las últimas semanas ha dado la vuelta al mundo por las revueltas contra el abuso policial hacia la comunidad a raíz de la muerte de George Floyd a manos de un agente blanco durante un arresto brutal, el pasado 25 de mayo en Minneapolis. Pero que, en realidad, es una lacra que se extiende por todos los rincones de la sociedad y que también se puede contar a través de los salones de belleza.

La madre de Cooper, una de las primeras mujeres en la organización Panteras Negras de Baltimore, dividía la melena afro de su pequeña en dos coletas. Pero su abuela ―“una católica estoica”, recuerda―, con quien vivía la mitad del año, se lo planchaba. “Mi abuela nació en los años veinte y su madre a finales del siglo XIX. Durante ese tiempo querían asegurarse de que luciéramos limpias, de que tuviéramos lo que ellas entendían que era un pelo saludable. Esa es una generación víctima de un lavado de cerebro del que todavía quedan reminiscencias”, se lamenta Cooper.

La peluquería Dreadz N Head Saloon es un hervidero de gente un viernes de febrero. El olor a champú se mezcla con el del pollo frito que reposa en un envase de comida para llevar en la mesa de Cooper. Las delgadas rastas de la mujer alcanzan el metro y medio de largo. No siempre lo llevó así. En los años noventa trabajaba en la compañía fotográfica Picture People. Según cuenta, tras 10 años como empleada, informó a su jefe, blanco, de que empezaría a lucir un estilo afro. “[Mi jefe] me respondió que no podía porque no se vería profesional. O me hacía la permanente lisa o perdía mi trabajo”. Cooper renunció y se convirtió en una “máster del pelo natural”. Lleva casi tres décadas ofreciendo charlas sobre la importancia de valorar el cabello natural, un empeño que la ha llevado a grandes capitales como Londres y París, y países de África como Nigeria.

Malaika-Tamu Cooper es ahora propietaria de dos salones de belleza especializados en peinar melenas características de los afroamericanos. La pandemia golpeó el negocio con fuerza el primer mes, pero ahora dice que la demanda es mayor que antes. En sus establecimientos no se utilizan productos químicos, algo que ha ayudado a incrementar su clientela, especialmente entre los millennials. “Ellos nos están redefiniendo porque están poniendo en valor lo que nosotros creemos que es belleza, no lo que la tele dice que es”, explica. Llevar el pelo natural es, además, una ventaja para el bolsillo.

La industria del cabello en la comunidad afroamericana mueve unos 2.500 millones de dólares (2.300 millones de euros), según la agencia de investigación de mercado Mintel. Esta cifra, de 2019, excluye lo que se invierte en pelucas, extensiones y visitas a la peluquería, por lo que se considera una estimación bastante conservadora. Las protestas contra el racismo han tenido un primer impacto en los departamentos de policía por las acusaciones de abuso, pero también en los escaparates de productos de belleza. La multinacional Walmart anunció a mediados de junio que abandonará la polémica práctica de mantener bajo llave los productos para el cabello “multiculturales”, que en la práctica consumen mayoritariamente las afroamericanas.

Pero la batalla no solo se ha dado en los salones de belleza. Los tribunales de EE UU llevan décadas recibiendo demandas de afroamericanos que fueron despedidos de sus trabajos por llevar el pelo al natural, sin domar. En 2010, Chastity Jones, afroamericana de Alabama, recibió una oferta para trabajar en el servicio al cliente de la empresa Catastrophe Management Solutions. Sin embargo, el requisito era que se cortara las rastas porque “tendían a desordenarse”. La Comisión de Igualdad de Oportunidades en el Empleo presentó una demanda en nombre de Jones en 2013 y perdió. En 2016, un Tribunal de Apelaciones confirmó el fallo y desestimó el caso. El Tribunal Supremo no quiso escucharlo. Como muchas, Jones se negaba a cambiar su peinado porque es una expresión de su “herencia, cultura y orgullo racial”, como lo describió otra demandante, que fue despedida por no destrenzar su cabello.

Aunque las mujeres son las más afectadas en EE UU, este problema también atañe a los hombres. Malcolm X, el legendario activista por los derechos de los afroamericanos, narra en un capítulo de su autobiografía, publicada en los años sesenta, la primera vez que se hizo un conk, término con el que se conoce el producto químico para alisar el cabello masculino. “Fue mi primer gran paso hacia la autodegradación: cuando soporté todo ese dolor [al echar lejía en mi cuero cabelludo], literalmente me quemé la piel para que pareciera el cabello de un hombre blanco”. Por eso, el director de cine Spike Lee decidió que en Malcolm X, la película sobre la vida del activista, el primer acto de rebeldía en su conversión fuese el de volver a lucir su pelo natural.

El caso recuerda al de J. West, de 40 años, con unas rastas que le caen hasta la cintura. Creció en una escuela militar donde estaba obligado a llevar el pelo rapado casi al cero. “Después de graduarme, mi pelo se transformó en parte de lo que soy, dejé de cortarlo en 2007”, dice orgulloso en Baltimore. Situaciones similares de afirmación de la identidad se han producido también en varios centros educativos del país. A principios de junio, Kieana Hooper denunció públicamente al instituto en el que estudia su hija de 18 años en Texas por prohibirle participar en la ceremonia de graduación si no se quitaba las trenzas. En ese mismo Estado, dos madres demandaron a finales de mayo a la escuela de sus hijos después de que los suspendieran por llevar rastas. Uno de ellos argumentó que las usaba para honrar a su familia, originaria de Trinidad.

Pese a que este tipo de discriminación recorre el país, hay algunos Estados que han empezado a tomar medidas. California, Nueva York y Nueva Jersey aprobaron el año pasado la ley Crown (Create a Respectful and Open Workplace for Natural Hair, crea un lugar de trabajo respetuoso y abierto para el cabello natural), que prohíbe la discriminación por el tipo de peinado, también en los centros educativos. Colorado y Virginia hicieron lo mismo en marzo y otra veintena de Estados han presentado proyectos de ley para sancionar la discriminación por el pelo afro en sus respectivos Congresos estatales.

“El viaje”

Cuando una afroamericana abandona los productos químicos para dejar su melena al natural, se refiere a la decisión como “el viaje”. Es una travesía al amor propio. El de Gillian Scott-Ward, doctora en psicología de 38 años, comenzó en 2013 en un aula de la prestigiosa Universidad de Harvard, donde es profesora. “Muchas alumnas negras venían preocupadas a preguntarme si su apariencia iba a repercutir negativamente en su vida laboral”, cuenta por teléfono a pocos meses del estreno de su documental Volver a lo natural, que aborda el valor cultural del pelo para los procedentes de África y las discriminaciones que padecen en distintas partes del mundo. “No todos tienen el privilegio de ser quienes son”, agrega. Scott-Ward se hacía la permanente lisa desde que tiene memoria, pero se dio cuenta del mensaje erróneo que estaba transmitiendo a sus estudiantes y decidió dejarse el pelo tal y como le crece de manera natural: rizado.

“El abuso policial, la discriminación en el trabajo, el rechazo a nuestro pelo natural, todo eso está unido en la idea de que los negros somos menos que seres humanos. Esta vez, las protestas [contra la brutalidad policial], al ser multirraciales, pueden ayudar a sanar este trauma colectivo”, agrega. “Pasamos de la esclavitud a la segregación, y ahora esto. No nos hemos sanado como país y para hacerlo tenemos que aceptar todo lo que incluye ser negro. ¿Cómo son las personas en los libros infantiles, cómo son sus pelos?”, plantea la psicóloga. Y es que la falta de referentes es una parte esencial de esta historia.

Fotorrelato: Voces en defensa del pelo natural

VERNON DONALDSON, 19 años

Luce unas rastas hechas por él mismo. Nunca ha ido a la peluquería porque dice que la textura de su cabello le permite que se formen solas.

LALIA TOURE, 52 años

Nacida en El Sahel (África) explica que en su tierra cada tribu tiene sus tradiciones respecto al cabello y que en algunas culturas cierto peinado significa que la persona se acaba de casar o que ha dado a luz.

CAMILLE NELSON, 51 años

Tiene rastas desde 1999 y fue la primera profesora de la American University en llevarlas. “Mucha gente hace preguntas. Tenemos una oportunidad para educarlos y decirles que las rastas no son sucias”.

SHARON MALCOLM, 67 años

Cuando era joven se hizo el alisado permanente. «En esa época era lo natural para conseguir un trabajo, pero las cosas han cambiado».

TASHEENA ANDERSON, 29 años

De pequeña su madre le alisaba el pelo. Una vez que se hizo mayor, se lo dejó rizado. «Tardé tres años volver a tener mi pelo natural».

En las pasarelas, en los noticiarios y hasta en la Casa Blanca: cuando una mujer afroamericana alcanza gran exposición, lo común es verla llevando el pelo lacio, una peluca o extensiones con cabello ajeno o artificial. Michelle Obama, por ejemplo, se dejó ver con el pelo liso durante los ocho años que ejerció de primera dama (2009-2017). Pero el pasado verano, durante una gira por Vietnam, lució su melena encrespada y, desde entonces, se la ha visto así en reiteradas ocasiones. Algo está cambiando.

En 2019, por primera vez en la historia de Estados Unidos, las ganadoras de los tres concursos de belleza más importantes (Miss America, Miss USA y Miss Teen USA) fueron negras. Dos de ellas lucieron su pelo natural durante la competición. La abogada Cheslie Kryst afirmó que haber sido coronada Miss Estados Unidos con su melena rizada fue de suma importancia para que las niñas la vieran por televisión y dijeran: “Es alguien que se parece a mí”. Otro espejo donde la comunidad afroamericana podrá verse reflejada es en Love Hair, el ganador del Oscar al mejor corto de este año, que narra la historia de un padre que no sabe cómo peinar el rebelde pelo afro de su pequeña.

La lucha del pelo como símbolo de identidad es inherente a la historia de EE UU. La afroamericana más rica de comienzos del siglo XIX construyó su imperio gracias a productos para alisar el cabello de las mujeres negras. Se hizo llamar Madam C. J. Walker. Como muchas, padecía dolencias en el cuero cabelludo y se estaba quedando calva debido a la aplicación de lociones agresivas para alisar su pelo, como la lejía. Después de trabajar en la industria del cuidado capilar, lanzó su propia línea de productos.

La emprendedora comenzó vendiendo sus lociones para el alisado de puerta en puerta en el sur del país y terminó convirtiéndose en la dueña de una fábrica, una escuela de belleza y muchas peluquerías. Entre ellas, una en la meca de la cultura y el activismo negro en el barrio de Harlem, Nueva York. Todos allí conocían la línea de productos y el “peine caliente” de Madame C. J. Walker. Pese al éxito inicial, su legado ha envejecido mal y hoy son varios los que la critican por haber amasado una grandísima fortuna gracias a perpetrar la idea de que el cabello lacio conduce al avance económico y social.

Una publicidad elocuente

“Mejora tu apariencia, guerra declarada contra el pelo malo”

Las primeras publicidades de productos para cabello afro insistían en la importancia de alisar el pelo para poder triunfar. En las imágenes, anuncios de los años veinte de productos capilares de Madame C. J. Walker y de G. A. Morgan. / NATIONAL MUSEUM OF AFRICAN AMERICAN HISTORY & CULTURE

“No importa cómo lleves tu pelo: primero alísalo, y luego lo peinas”

En los años setenta, la publicidad seguía insistiendo en la importancia de tratar el cabello afro para mejorar el aspecto, bien mediante el uso de productos para alisarlo o directamente ocultándolo con una peluca. En las imágenes, un anuncio de una crema alisadora de la marca Perma Strate y otro de pelucas.

“Cuida de tus negocios sin preocuparte de tu pelo”

La publicidad para hombres también asoció el uso de productos capilares para el pelo afro con el éxito.

Romper tendencias

Pero los pequeños cambios están provocando una transformación en esta industria. Los millennials han roto las tendencias de sus madres, abuelas y bisabuelas. “Ellos no tienen el miedo que nosotras teníamos”, reflexiona Cooper en su solicitada peluquería de Baltimore. Como Brittney Maske, de 23 años, que solo se hizo la permanente una vez en su vida, a los 12. Desde entonces prefiere dejárselo al natural. “A mis amigas que no les gusta su cabello, se hacen weaves [tejido con pelo ajeno]. En mi generación ya no se usan las pelucas [que pueden agravar la pérdida de cabello]”, comenta.

Las ventas de relaxer, la crema alisante que tiene lejía entre sus ingredientes, consumida principalmente por negros, cayeron un 36,6% entre 2012 y 2017, según Mintel. Casi tres de cada cuatro millennials dicen que no compran productos para el cabello con químicos, frente al 36% de los boomers –la generación nacida entre 1946 y 1964–, según revela un informe de 2019 de la consultora Euromonitor International.

Las afroamericanas gastan casi nueve veces más que mujeres de otras etnias en productos para el cabello y belleza, informa Nielsen. “Las weaves pueden costar 500 o 600 dólares (460 o 552 euros), dependiendo de dónde te la hagas, y te la tienes que quitar [cada dos meses]. Hay gente invirtiendo hipotecas en su apariencia”, cuenta Camille Robinns-Reed, dueña de un salón de belleza en Silver Spring, a las afueras de Washington.

Robinns-Reed, de 42 años, atiende en su salón de belleza a abogados, profesores, ingenieros… Lo primero que les pregunta es qué se quieren hacer en el pelo. “¿Cómo es tu jefe?”, les consulta enseguida. En los últimos cinco años la respuesta de sus clientes más jóvenes ha ido cambiando. Ya no les importa lo que sus superiores les digan en la oficina respecto al peinado. “Cuando los millennials entraron a trabajar, cambió totalmente el comportamiento de lo que se veía hasta ahora”, explica la peluquera. En las grandes ciudades estadounidenses es más fácil tomar la decisión de volver a llevar el pelo natural porque existe más diversidad en la población y porque hay peluquerías especializadas en la comunidad negra con productos sin componentes químicos, aclara. En muchos lugares del país, con 47,8 millones de habitantes afroamericanos, no hay oferta.

La gente que ha vivido en el sur, tradicionalmente conservador, epicentro de la esclavitud y la segregación, suele tardar mucho más en tomar la decisión de emprender “el viaje”. Algunas mujeres acuden a la peluquería con la intención de hacerlo, pero necesitan casi seis meses de largas conversaciones con las estilistas hasta que toman la decisión. Una vez realizado el cambio, a menudo no se atreven a mirarse al espejo. Tienen pánico. Toda la vida la gente les han dicho que no tenían una apariencia digna de respeto, explica Robinns-Reed, pero cuando finalmente tienen el coraje de girar la silla para ver el resultado, ella les susurra con dulzura: “Mira lo hermosa que eres”.

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