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Manel Barriere Figueroa | La idea de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo parece estar sometida a una fuerte tensión. Los principales proyectos políticos que asumieron la imposibilidad de una ruptura con el sistema para adentrarse en procesos de integración institucional se encuentran ante un callejón sin salida. El realismo de lo posible, todo aquello que parecía poder entrar a través de la ventana de oportunidad abierta por el 15 M, se parece ya demasiado a ese realismo capitalista del que hablaba Mark Fisher. ¿No hay alternativa? se preguntaba el teórico inglés. Layla Martínez responde con un sí rotundo. La ha habido, la hay y la habrá. Para ello recupera la memoria de la utopía no solo en la ficción, también en los trazos que han dejado aquellos proyectos políticos que han intentado e intentan construir un mundo mejor. 

Layla Martínez es autora del ensayo Gestación subrogada (Pepitas de calabaza, 2019) y codirige la editorial independiente Antipersona. Acaba de publicar, con la editorial Episkaia, Utopía no es una isla. Catálogo de mundos mejores, un libro que nos propone la radical idea de que sin imaginación, difícilmente encontraremos el camino de emancipación que cada día es más urgente emprender.

 

Tu libro aparece en un momento en el que la incerteza ante el futuro hace más necesario que nunca recuperar la utopía. El 15 M fue una especie de revolución no-utópica que impugnó el régimen existente sin plantear ninguna salida concreta. El proceso posterior, con la creación de Podemos y su llegada al gobierno, ha puesto de manifiesto la incapacidad de la vía institucional para conseguir el cambio real que se esperaba. Hoy la energía revolucionaria del 15 M se ha esfumado, Podemos no parece capaz de ir más allá y la pandemia nos ha metido de lleno en un nuevo mundo en el que la distopía parece hacerse realidad por momentos. ¿Cómo encaja tu libro en este relato? ¿Qué te motivó a sumergirte en el proyecto?  

Empecé a pensar la necesidad de un horizonte utópico sobre todo a partir de investigar un poco más sobre la crisis ecológica. No es que sea ninguna experta y seguramente se me pasaron por alto textos y ensayistas que estaban en otro enfoque, pero tenía la sensación de que todo lo que encontraba sobre ello era tremendamente pesimista. Me parecía lógico en ese momento, hace seis o siete años. Era necesario poner sobre la mesa la gravedad de la crisis a la que nos enfrentamos y mostrarla sin medias tintas ni eufemismos, pero a la vez también me parecía que el pesimismo que rodeaba a esas publicaciones procedía de un marco cultural concreto que no beneficiaba el cambio social, sino todo lo contrario, que lo perjudicaba.

Si lo que necesitamos urgentemente es derribar el capitalismo para frenar las peores consecuencias de la crisis ecológica, tenemos que creer que es posible derribarlo, que el colapso no es algo que necesariamente vaya a pasar, sino que depende de las decisiones políticas y la acción colectiva que se emprenda ahora, en este mismo momento. Necesitamos un salto de fe, y eso no viene de conocer unos cuantos datos terribles sobre la desaparición de especies o el aumento de la temperatura, sino de empezar a imaginar qué hacemos con esos datos. Si solo damos los datos y no pensamos en una salida, se produce una parálisis colectiva que de hecho es muy funcional al capitalismo.

Creo, como dices en la pregunta, que atravesamos un momento donde la vía institucional está embarrancada, el impulso de los movimientos sociales aletargado y encima la pandemia ha venido a paralizar todo aún más, pero también veo signos de cambio, aunque sean leves. Hay una especie de cansancio colectivo del relato distópico, hay ganas de empezar a imaginar un futuro que vaya mucho más allá del “lo de ahora es lo mejor que puede haber”.

Por ejemplo, en el discurso sobre la crisis ecológica, bastantes pensadores empiezan a hablar de ecosocialismo, ecoleninismo, de colectivizaciones, nacionalizaciones y expropiaciones, algo que hace quince años era impensable. Y también creo que, si ampliamos el foco y salimos de nuestro etnocentrismo occidental, se pueden ver cosas que han mantenido el impulso utópico todo este tiempo. Podremos estar más o menos de acuerdo con algunas, pero lo importante es que han creído en la posibilidad de un cambio, combatiendo contra ese realismo capitalista del que hablaba Fisher.

 

Uno de los elementos que más me gustan de tu libro es la pulsión literaria. No solo porque su estilo se aleja de un academicismo elitista que predomina en la izquierda y en el pensamiento crítico en general, sino por la relación que estableces entre la literatura y los proyectos revolucionarios históricos. ¿Crees que ese elitismo, así como el abandono de la hipótesis revolucionaria, tiene que ver con la ruptura de un vínculo entre imaginación y política que está en la base de los proyectos históricos de emancipación?

A mí me pasa que pienso un montón en quién lee los libros, a quién van dirigidos. Igual viene porque curro en eso, pero me importa mucho a quién va dirigido un texto. Si lo lleno de academicismos, de términos difíciles de entender, de notas al pie y de citas de otros autores, está claro que va dirigido a un público académico o con un nivel de estudios muy alto. Y ahí tenemos un problema, no solo de elitismo. Los cambios sociales, y sobre todo del calado que necesitamos, no vienen de los análisis sesudos, sino de algo mucho más relacionado con lo sentimental, con la emoción, con la imaginación como dices tú.

Si se hubiesen hecho cálculos racionales antes de todas las revoluciones no se hubiese llevado a cabo ninguna, porque las posibilidades de que triunfase algo como por ejemplo la revolución cubana eran inexistentes. Un puñado de gente, la mayoría más bien “pijitos” y urbanitas, que se monta en un barco para derribar a un dictador y resulta que llegan tarde y todo ha fracasado. Un cálculo racional los habría mandado a su casa, o no les hubiera dejado ni salir, pero se van a la selva y contra todo pronóstico lo acaban consiguiendo. Ahí no estaba funcionando el análisis académico, sino algo que tienen que ver con la creencia en que las cosas se pueden cambiar.

Por poner otro ejemplo, no fue El capital el que impulsó revoluciones por todo el mundo, sino El manifiesto comunista, un texto escrito mucho más desde las tripas, desde la rabia. No es que no se necesiten las dos cosas, pero ahora tenemos mucho de lo primero y casi nada de lo segundo. Y ahí creo que lo literario puede ayudar, porque apela mucho más a la imaginación y a la emoción que necesitamos.

 

En alguna ocasión te he escuchado cuestionando enfáticamente a quienes hablan de un colapso inevitable a raíz de la crisis climática. Yo pienso que la idea del colapso inminente nos obliga también a enfrentarnos de nuevo a la necesidad de la utopía. O dicho de otro modo, las cosas irán a peor o irán a mejor, pero difícilmente seguirán igual. La utopía ya no sirve para caminar, como decía Galeano, sino que es el único “programa” por el que tiene sentido luchar. ¿Crees que habría que hacer un esfuerzo para conjugar utopía con realismo político, o la utopía debe encuadrarse exclusivamente en el terreno de la fantasía?  

A mí lo que me sucede con la idea del colapso es que, si nos atenemos a lo que dicen prácticamente todos los estudios sobre la crisis ecológica, no va a suceder así. Es decir, no se va a producir un derrumbe repentino de la sociedad como consecuencia de la crisis ecológica, sino un deterioro paulatino. Ese deterioro ya lo estamos viviendo, ya estamos en el colapso, solo que va poco a poco. En parte por eso me parece que no es demasiado útil. También porque creo que tiene un gran peligro, el de producir un efecto paralizante. Si pensamos que el colapso es inevitable, ¿para qué vamos a pelear para cambiar nada?

En cualquier caso, creo que sí que hay que hacer un esfuerzo por traer el impulso utópico a la realidad, ser a la vez muy optimistas y muy pragmáticos, mantener la tensión entre ambas cosas, porque esa tensión es la que permite el cambio social. No se puede tampoco fiar todo a un optimismo inconsciente, eso también está abocado al fracaso.

 

Leí una vez que “vivimos en la utopía de otros” y que la distopía no nos advierte sobre la imposibilidad de un futuro mejor, sino que trata de convencernos de que ya vivimos en el mejor de los mundos. ¿Crees que hace falta una “nueva” distopía que desenmascare la realidad como tal, como hizo el realismo social en su día, y que nos advierta del peligro de no transformar el presente?  

Sí, hay una frase del escritor de fantasía China Miéville que viene a decir algo así como que vivimos en una utopía, pero es la de los capitalistas. La verdad es que dan ganas de darle la razón, el mundo está hecho a su medida y pueden explotar y saquear sin ninguna consecuencia.

Sobre las distopías, yo creo que la intención de la mayoría de obras distópicas es realmente alertar sobre los peligros de determinadas tendencias del presente, que los autores las han usado como herramientas para provocar una toma de conciencia. Esto no es negativo en sí mismo, el problema en mi opinión viene un poco del efecto combinado, del hecho de que no haya nada más que una visión distópica, que sea el único discurso existente para pensar el futuro. Creo que ese efecto combinado, esa ausencia casi total de otro tipo de obras más positivas o más utópicas (que literalmente se pueden contar con los dedos de una mano desde los años ochenta a la actualidad) es lo que ha tenido el efecto negativo y ha sido funcional al proyecto neoliberal, aunque su intención no fuese esa.

Yo no creo que haga falta tanto una nueva forma de producir distopías o unas distopías con un discurso nuevo, sino más bien equilibrar su producción con otro tipo de obras. A lo mejor no necesariamente utópicas, pero si diferentes. En cualquier caso, también estoy haciendo una generalización muy a brocha gorda, porque no todas las distopías son iguales. Por ejemplo, películas como Snowpiercer o Mad Max Fury Road son distopías, pero cuentan la historia de una revolución. Están contando el fin de la distopía. O la serie El cuento de la criada, que también es la historia de una revolución.

Es bastante significativo de hecho en este caso la diferencia con el libro, mucho más oscuro y desesperanzado de lo que es la serie a partir de la segunda temporada. Creo que ahí quizá se advierte algo del cambio en estos años, de un libro que fue publicado en los años ochenta, en pleno auge del realismo capitalista, y una serie actual, que ya empieza a reflejar cierto giro en el discurso.

 

En tu libro relacionas algunas de las primeras utopías con la colonización del nuevo mundo. Hay otro proyecto aparentemente utópico que no mencionas en el libro y que también tiene que ver con la colonización. Los kibutz en Israel eran en sus inicios un intento de construir sociedades igualitarias y justas pero enmarcadas dentro de un estado colonial y racista. ¿Qué peligros enfrentamos hoy a la hora de imaginar nuevas utopías en un mundo atravesado por pulsiones identitarias, algunas de ellas virulentamente excluyentes?

La verdad es que es algo en lo que pienso mucho, los límites de la utopía. Cómo a veces nuestra posición de clase, de género o de raza no nos deja ver los límites de nuestra imaginación utópica. Lo pienso mucho con las utopías feministas de la primera ola, muy avanzadas en cuestiones de género, pero en ocasiones enormemente clasistas, racistas o capacitistas, hasta el punto de que algunas de ellas sugieren el asesinato de los bebés que no sean blancos, por ejemplo. O el propio Tomás Moro, que imagina cosas que hoy seguirían estando en nuestro horizonte utópico, como la propiedad colectiva de los medios de producción, y en cambio describe una sociedad muy patriarcal.

Hay gente que es capaz de traspasar los límites de su posición social, pero es la menos. Por eso es importante que la imaginación utópica sea un proceso colectivo. Las aportaciones individuales han sido importantes a lo largo de la historia, pero para la acción colectiva necesitamos también el pensamiento colectivo, entre otras cosas, para esto, para señalar los límites y superarlos.

Yo creo que un límite histórico de la imaginación utópica hasta ahora ha sido el trato que se da a los animales. Es algo que ha quedado fuera prácticamente de todos los proyectos de emancipación social y creo que es algo que tenemos que remediar, que nos obligará a remediar la crisis ecológica. En cuanto a los peligros, pueden venir de que se generen utopías para unos pocos. De hecho es algo que ya están haciendo gente como Elon Musk o Jeff Bezos con toda la idea de la conquista del espacio: imaginar utopías privadas para quienes las paguen a golpe de talonario.

 

Uno de los elementos fundamentales con el que enfrentarse a la hora de imaginar mundos mejores es la naturaleza humana, colonizada hoy en día por el neoliberalismo y su cultura. Algunos filósofos influyentes dentro de la izquierda afirman que “el ser humano es una chapuza”, y que por tanto nunca nos desharemos de los conflictos sociales. También he escuchado más de una vez que hay que olvidarse de la “victoria final”, que tendremos que seguir luchando siempre viviendo avances y retrocesos. ¿Hay que imaginar un nuevo ser humano? ¿Hay que imaginar y plantear procesos de transformación culturales que nos hagan recuperar la confianza en nuestras capacidades políticas?

Yo creo que el conflicto es propio del ser humano y que siempre va a existir, no es negativo per se. No creo que haya que imaginar sociedades sin conflicto, sino sociedades que gestionen ese conflicto de una forma radicalmente democrática e igualitaria. La paz y la armonía perpetuas son propias de los edenes religiosos, no de los seres humanos.

Creo que es mucho más útil pensar en la utopía como un impulso para la acción colectiva, que tiene que servir para mover la acción colectiva hacia delante. Y ese impulso no tiene que parar nunca, siempre tiene que estar un par de pasos por delante de nosotros. En cualquier caso, creo que eso es compatible con poner en marcha procesos de transformación cultural, necesarios para espolear la acción colectiva transformadora.

 

¿Qué puede o debería ofrecer la literatura en este sentido? ¿Hasta dónde puede llegar y cuál podría ser el camino de un escritor o escritora que quisiera jugar el mismo rol de quienes imaginaron mundos mejores en el pasado?

Creo que la literatura, y en general la producción cultural, sí puede ser útil. Las novelas, cómics, videojuegos, películas, series, etcétera tienen un impacto enorme en la forma en que imaginamos el futuro. Hay muchas muestras de ello, por ejemplo el impacto que tuvo la novela Mirando atrás en el socialismo estadounidense de finales del XIX, o toda la efervescencia cultural de los primeros años de la revolución soviética. Creo que pueden tener un impacto enorme generando esa emoción que decía antes y que es tan importante o más que el análisis para el cambio social. Pero también creo que tienen sus límites, porque la acción social, el cambio social profundo, revolucionario, será siempre un proceso colectivo.

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