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Manuel Arroyo, fundador de la editorial Turner y autor de 'Pisando ceniza', a principios de marzo de 2015, en Madrid.
Manuel Arroyo, fundador de la editorial Turner y autor de ‘Pisando ceniza’, a principios de marzo de 2015, en Madrid.Carlos Rosillo

El más importante de los editores anglosajones de entonces, Peter Mayer, presidente mundial de Penguin, buscaba en el verano de 1993, en cualquier lugar de Europa, a un ídolo de su juventud de recién enamorado. Por las casualidades de su trabajo estaba en El Escorial con otros editores y preguntó si alguien sabría allí si había posibilidad de enterarse del paradero de Chavela Vargas. Fue fácil, porque era notorio aquí que otro legendario de la edición, Manuel Arroyo-Stephens, fundador de Turner y de la librería que acompañaba a esa aventura tan fructífera en la historia de la edición, compartía la admiración por ese ídolo al que buscaba Mayer. Manuel —fallecido el domingo a los 75 años— había rescatado a Chavela de los varios arroyos a los que se había entregado la genial sucesora de José Alfredo Jiménez y la había llevado a Madrid, y a Europa, para devolverla a un mundo en el que tuvo otro padrino imponente, Pedro Almodóvar.

Así que con preguntarle a Arroyo era fácil hallar ese paradero de la otrora elusiva intérprete de Un mundo raro, entre otras canciones que ella hizo perlas de la vida, los amores y la noche. Arroyo se había entregado a ese rescate y a esas pasiones que representaba Chavela igual que antes, y para siempre, se ocupó en cuerpo y alma de José Bergamín o de Rafael de Paula. Combinaba esas fidelidades con otra todavía mayor, la exactitud de la escritura y de la música, el arte de combinar el ritmo y la palabra para conseguir síntesis de las que dio recitales él mismo en libros formidables (Pisando ceniza, La muerte del espontáneo) que hoy son explicaciones de su insobornable manera de defender el gusto (no solo el buen gusto: la máxima categoría del gusto) como materia esencial de la cultura de escribir.

De modo que había que preguntarle a Arroyo por el paradero de aquella mujer recuperada ahora también para la vida de día. Y él respondió: “Chavela está en casa”. Aquí hay un editor, Peter Mayer, que la quiere ver. “Que venga mañana a las doce”. Mayer había asistido en una cueva mexicana a uno de los conciertos que 30 años antes había dado Chavela Vargas en México DF, y ese espectáculo se había producido al tiempo que el ahora potente editor de Penguin creía estar ante el amor decisivo de su vida. En Madrid quiso recuperar esa memoria.

Nadie le dijo que la visita del mediodía siguiente era precisamente para ver a la protegida del editor, y fue precisamente Chavela Vargas la que le abrió a Mayer la puerta de la casa de Arroyo. Desde entonces el editor español y el editor norteamericano compartieron otros amores, el mutuo entre ellos y el amor a Chavela Vargas. Juntos editaron (a Cervantes, nada menos), juntos viajaron para escuchar como si fueran nuevas todas las canciones de Chavela (y de José Alfredo Jiménez), y ellos dos, Peter y Manuel, fueron dos amigos de por vida, marcados por el gusto y por las exigentes inexactitudes de la amistad. Cabalgaron juntos y se fueron casi a la vez.

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