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Giorgio Pietrostefani, a la derecha, hablaba con su abogada, Irène Terrel, antes de su audiencia de extradición el 5 de mayo en París.
Giorgio Pietrostefani, a la derecha, hablaba con su abogada, Irène Terrel, antes de su audiencia de extradición el 5 de mayo en París.Thibault Camus / AP

En Italia se les consideraba terroristas. En Francia, ciudadanos anónimos con existencias anodinas. Su país de origen les requería por actos de terrorismo durante los años de plomo en los que, entre finales de los sesenta y principios de los ochenta, bandas de extrema izquierda y de ultraderecha dejaron 362 muertos. En el país que les acogió se les trataba como hombres y mujeres que cometieron errores trágicos en su juventud, pero que habían pasado página y, desde los años ochenta, habían construido vidas pacíficas y familiares.

Había una disonancia entre ambos socios y vecinos de la Unión Europea con ideas opuestas sobre las responsabilidades penales y las deudas con la justicia de un grupo de personas. En los ochenta, el entonces presidente francés, François Mitterrand, estableció que Francia no extraditaría a quienes hubiesen renunciado a las armas. Otra versión de la llamada doctrina Mitterrand precisaba que, además, estas personas no deberían haber cometido crímenes de sangre.

La anomalía terminó el pasado 28 de abril. El actual presidente, Emmanuel Macron, de acuerdo con el primer ministro italiano, Mario Draghi, autorizó ese día el inicio del procedimiento de extradición a Italia de 10 de los cerca de 350 italianos que hace cuatro décadas se instalaron en Francia, miembros de las Brigadas Rojas y otros grupos.

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La decisión cierra un contencioso diplomático entre París y Roma. Y pone bajo los focos, de nuevo, a una comunidad de antiguos terroristas –ellos se describen como revolucionarios, o militantes, o exiliados– reintegrados desde hace tiempo en la vida civil y residentes legales en Francia, y algunos, ya jubilados o cerca de la jubilación, o enfermos de gravedad.

“Todos están perfectamente integrados. ¡Todos!”, dice Irène Terrel, abogada de siete de los diez italianos requeridos por su país de origen. “Estas personas tienen familias, familias francesas, hijos franceses, nietos franceses”.

Terrel explica que, entre los italianos que pueden ser extraditados para cumplir las condenas en Italia, figuran una educadora que se ocupa de niños con discapacidad y un empleado en un pequeño restaurante italiano. “Está muy enfermo”, dice de otro de sus clientes, “y tiene un hígado trasplantado”. Se refiere a Giorgio Pietrostefani, de 78 años y condenado en Italia a 14 años de prisión por el asesinato del comisario Luigi Calabresi en 1972.

Mario Calabresi tenía dos años cuando asesinaron a su padre. Hoy es un periodista de renombre –dirigió La Stampa y La Repubblica– y autor de Spingendo la notte più in là (Empujando más allá de la noche), un libro sobre la historia de su familia y de otras víctimas del terrorismo de los setenta.

Homenaje en la calle de Milán donde fue asesinado el comisario Luigi Calabresi en 1972.
Homenaje en la calle de Milán donde fue asesinado el comisario Luigi Calabresi en 1972.Mondadori Portfolio / Getty

“Fue muy grave que Francia no respetase las sentencias de los tribunales italianos”, dice Calabresi por teléfono. “Hablamos de un grupo de personas condenadas por crímenes de sangre. El hecho de que Francia los acogiese, que fuesen totalmente libres, era una herida entre Italia y Francia. Reconocer ahora estas sentencias italianas cierra esta herida”.

El periodista añade: “Si usted me pregunta por mi sentimiento personal, le diré que ya no nos interesa que un hombre de 78 años que está muy enfermo vaya a prisión. Esto no es importante para nosotros. Es demasiado tarde, ha pasado tiempo. Pero creo que es realmente importante que los exterroristas admitan sus culpas, que expliquen lo que hicieron, que digan todo lo que saben”.

Un viernes soleado frente al Bistrot du Marché en Montreuil, en las afueras de París, Alessandro Stella –chupa de cuero, aspecto de roquero jubilado, vaso de vino blanco en la mano– evoca los viejos tiempos. “Muy pocos teníamos un verdadero oficio en Italia”, rememora Stella, autor de Días de sueño y plomo. Vivir la insurrección de la Italia de los 70 (editorial Virus, en castellano), y cuenta que muchos empezaron en el sector de la construcción. “Trabajábamos en obras de demolición, muy cansado”.

Stella había pertenecido en los setenta a Poder Obrero y Autonomía Obrera y en 1986 Italia lo condenó en ausencia a seis años de prisión por “asociación subversiva constituida en banda armada”. Él, sin crímenes de sangre en su historial, no figura entre los diez requeridos por Italia.

Entre sus “camaradas”, como les llama, explica que hubo quien, como Enzo Calvitti, uno de los diez, siguió trabajando en la construcción. Raffaele Ventura, que también figura en la lista, es documentalista, autor de películas sobre los sin papeles o las luchas obreras.

Algunos, en la comunidad, abrieron restaurantes en París, y uno fundó una exquisita librería italiana en el barrio del Marais. Otros hicieron carrera académica, como el propio Stella, investigador y docente en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales y especialista en temas que van desde la historia de las revueltas sociales a la esclavitud y las drogas.

Stella se casó con una francesa, tuvo tres hijos, es ciudadano francés. Nunca escondió su pasado, ni se arrepintió. “Estos últimos años he respirado de nuevo el aire de mis años de juventud”, dice en alusión al movimiento de los chalecos amarillos, en el que se ha implicado a fondo.

Lo singular de muchas de las vidas de estas personas es que no tenían nada de singular: en algunos casos eran vidas, como lo habrían llamado en los años de plomo, pequeño-burguesas.

“No consigo aguantar el mal olor y la gilipollez de los vencidos”, dice el protagonista de Les habits de l’ombre (Los hábitos de la sombra), un fugitivo que, asqueado del ambiente de sus compañeros italianos en Francia, se marcha a México. El autor de esta novela negra, publicada por la prestigiosa editorial Gallimard, es Cesare Battisti, quien, tras un periplo por varios países, en 2019 fue extraditado a Italia por Brasil y ante el fiscal antiterrorista italiano admitió su participación en cuatro asesinatos.

La historia nunca termina, ni las heridas cierran del todo. Hace tres años, Mario Calabresi localizó en París a Giorgio Pietrostefani. Le envió un mensaje por móvil y se citaron en un hotel. “Decidí hacerlo al oír que estaba realmente enfermo”, dice Calabresi. “Para mí era importante verle y preguntarle algunas cosas sobre el asesinato de mi padre”.

Al llegar, Pietrostefani le preguntó: “¿Usted ha venido como periodista? ¿O como hijo de Luigi Calabresi?”. Le respondió que no estaba ahí como periodista.

Y el periodista no divulga el contenido de la conversación, que duró media hora. Pero el hijo dice: “Cuando vi a aquel hombre, me di cuenta de que era la sombra de quien fue”. Y añade: “Entendí que, en este momento, es más importante obtener la verdad histórica que las condenas”.

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