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Una mujer posa junto a sus tres hijos en un barrio afroamericano de Miami (EE UU).
Una mujer posa junto a sus tres hijos en un barrio afroamericano de Miami (EE UU).CHANDAN KHANNA/AFP/GETTY IMAGES

La historia de Estados Unidos es, en cierta medida, la historia del racismo. Una fractura que aún recorre su espina dorsal y que en 1964 el líder de los movimientos civiles Malcolm X (1925-1965) denunció con la sinceridad de quien lleva décadas sufriéndola. “Si clavas un cuchillo en mi espalda nueve pulgadas y lo sacas seis pulgadas, no hay progreso. Si lo extraes del todo, no hay progreso. El progreso es curar la herida que provocó la cuchillada. Y ni siquiera han sacado el cuchillo y mucho menos han curado la herida. Ni siquiera admitirán que el cuchillo estaba ahí”. Un año después moriría acribillado de 21 disparos en Manhattan. The New York Times escribió en su necrológica que fue “un hombre extraordinario y retorcido”, capaz de “utilizar muchos dones verdaderos para propósitos malvados”.

El racismo transforma las franjas de la bandera americana en rejas y las estrellas en simas. Es un problema estructural. “George Washington y Thomas Jefferson [dos de los Padres Fundadores] eran dueños de esclavos, y la Constitución de 1787 contaba a los afroamericanos esclavizados como tres quintas partes de una persona a efectos de representación”, narra Mario L. Small, profesor de sociología en la Universidad de Harvard. Desde luego, en este tiempo, ha habido mejoras, pero 155 años después del Día de la Emancipación, ocho generaciones más tarde, la fractura de la riqueza racial resulta inmensa. Universidades, instituciones públicas y bancos se han lanzado a trazar ecuaciones del precio de ese sufrimiento. En lo que va de siglo, el racismo ha costado a la economía estadounidense —según un informe de 104 páginas de Citigroup— 16 billones de dólares (unos 13,6 billones de euros).

“El pasado nunca muere. Ni siquiera existe el pasado”, escribió William Faulkner. Las injusticias pretéritas y presentes se derraman como una cascada. La clásica familia negra solo tiene una décima parte de la riqueza frente a la típica familia blanca.

El cálculo de 2016 de la Reserva Federal es una muestra de esas vidas baldías. Hablamos de un patrimonio de 171.000 dólares de las familias blancas en comparación con 17.600 de las negras. Y aún puede ser peor. Una quinta parte de las familias afroamericanas tiene una riqueza neta de cero dólares o menos. El 75% apenas cuenta con 10.000 dólares para jubilarse. Los blancos —acorde con Citigroup— son dueños en un 80% de sus casas, los negros solo el 47%. Y la delincuencia diríase que es su principal patrimonio. Los negros tienen cinco veces más posibilidades de acabar en la cárcel y suponen algo más del 33% de los reclusos, pese a que solo representan el 12% de la población del país. Sin duda, 400 años de esclavitud de las poblaciones negras aún tienen efectos en la vida diaria. Cerrar la inequidad en la inversión, la educación, los inmuebles, los salarios podría impulsar —según Citi— el PIB del país cinco billones de dólares durante los próximos cinco años.

Ecos de la esclavitud

Pero los números son botes arrastrados a contracorriente de la realidad. “El espíritu de la esclavitud continúa vivo en la supremacía económica blanca. Un sistema económico que despoja de la riqueza y de sus ingresos a los estadounidenses negros y persiste en ampliar, no en reducir, la brecha de la inequidad. Hay ecos de esa esclavitud en el encarcelamiento masivo de personas negras y latinas y a través del trabajo penitenciario no remunerado o abusivo”, critica Calvin Schermerhorn, profesor de Historia y experto en esclavismo de la Universidad Estatal de Arizona. El docente propone no olvidar lo que Keeanga-Yamahtta Taylor, profesora de Estudios Afroamericanos de la Universidad de Princeton, llama “inclusión depredadora”. El cepo atrapa sin ruido. “Dar la bienvenida a la participación negra en actividades económicas para luego castigar esa entrada con altos tipos de interés y fórmulas que les despojan de sus ingresos y su riqueza”, avisa Schermerhorn.

El escritor Ta-Nehisi Coates lo califica de “saqueo silencioso”. Una partida con los dados trucados. “El negro se enfrenta al estándar del hombre blanco, sin la oportunidad del hombre blanco”, se quejó en 1930 el matemático negro Kelly Miller. Pese a las mejoras, “es un problema sistémico”, admite Mauro Guillén, catedrático en la Wharton School de la Universidad de Pensilvania. Aparece en voces inesperadas. Un recordatorio de que el pasado nunca es otro país. El premio Nobel George Stigler (1911-1991) defendió (The Problem of the Negro. New Guard) en 1965, que la gente negra era inferior como trabajadores y que la solución estaba en fomentar “la voluntad del trabajo duro”.

La injusticia de esas palabras se construye sobre todo en el espacio inmobiliario. Del valor de la casa dependerá la calidad del barrio o de la escuela pública donde acudan los hijos negros. Y la econometría les azota como mistral. Los propietarios negros tenían la menor riqueza inmobiliaria en 2016. Unos 124.000 dólares frente a los 200.000 de las familias blancas o 158.000 de los hispanos. Números que desprenden cuestiones.

—Presidente, me apellido Pérez, ¿en qué lado del muro que está construyendo debería estar?

—(Silencio)

Esta es la pregunta que Jorge Pérez, dueño de Related Group, demócrata y uno de los latinos más ricos del mundo (1.700 millones de dólares, según Forbes), le lanzó hace unos meses a su antiguo socio y amigo Donald Trump. Pérez, nacido en Argentina y recriado en Colombia, es, a través de su compañía con sede en Miami, el principal promotor inmobiliario de la costa este de Estados Unidos. La situación ha mejorado —matiza— refiriéndose sobre todo a Florida. “Pero todavía, desafortunadamente, se ven casos en donde le niegan el alquiler de un apartamento a una persona negra con la excusa de estar ocupado, pero si llega un cliente blanco se lo alquilan”, describe el empresario. “Y, además, conseguir hipotecas resulta más difícil en los barrios negros. Queda mucho por hacer”, lamenta. La brecha en los índices de propiedad de casas es mayor hoy que en los años 50 o 60. Eso son décadas de revalorización inmobiliaria (riqueza negra) pérdida. Tras ellas hay miseria en las condiciones de vida. Los asesinatos por la policía este año de tres americanos negros, George Floyd, BreonnaTaylor y Ahmaud Arbery y la explosión del movimiento Black Lives Matter demuestran que el problema ha arraigado en el alma de la nación.

La exposición directa e indirecta a la brutalidad policial, las redadas del servicio de inmigración o la separación de las familias en la frontera deterioran el compromiso con el trabajo de los empleados negros. Sobre todo cuando son excluidos del diálogo sobre su propio bienestar. Todo empieza en la educación y todo falla en la educación. La presencia de estudiantes negros en las universidades está diez puntos por debajo de la media nacional. “La educación es el vehículo clave para nivelar las oportunidades en todo el mundo. Sin embargo, en Estados Unidos la inequidad educativa resulta profunda e histórica y está firmemente arraigada en la educación básica”, observa Timothy Knowles, fundador de Academy Group, una empresa que trabaja en cerrar la brecha. “Una razón esencial es que las escuelas se financian en gran medida por los impuestos a la propiedad. Esto significa que las comunidades estadounidenses más ricas tienen las escuelas públicas mejor financiadas. Y viceversa”.

El resultado es que la injusticia se sienta en los pupitres. Quienes más necesitan la formación cuentan con peores instalaciones, profesores con menos experiencia y falta de enseñanzas básicas como idiomas, arte o cursos avanzados. “Desde el primer día en el jardín de infancia hasta la escuela secundaria, los jóvenes afroamericanos, latinos e indígenas enfrentan enormes obstáculos, ninguno de ellos destinados a lograr su éxito educativo”, sostiene Knowles.

Si las cadenas se rompieran, si los negros accediesen —acorde con Citi— a la educación superior, sus ingresos durante su vida aumentarían entre 90.000 y 113.000 millones de dólares. Pero las élites blancas (y heterosexuales) han tapiado el camino. Un trabajo reciente de Harvard reveló que el 43% de los estudiantes blancos fueron admitidos por sus legados o donaciones. Si hubieran tenido en cuenta las notas o los méritos únicamente habría accedido un 26%. Otra vez los poderosos levantando alambradas sobre sus privilegios.

El lema “La tierra de las oportunidades” suena a hueco cuando se golpea. En febrero pasado —según una nota de Bank of America— las tasas de paro se distribuían así: afroamericanos (5,8%), hispanos (4,4%) y blancos (3,1%). En abril, con la covid-19 descontrolada, el desempleo reflejaba aún más esa alma rota. Hispanos (18,9%), afroamericanos (16,7%) y blancos (14,2%).

Consejos sin diversidad

Cambian las cartas, pero la jugada siempre resulta idéntica. Solo el 9% de los consejeros del índice Fortune 500 son negros. La ausencia de diversidad sigue oscureciendo el sueño americano pese a algunas mejoras. “Durante el año pasado hemos utilizado nuestro derecho de voto como accionistas en las juntas de las compañías para lograr una mayor diversidad en los consejos de las empresas en Estados Unidos, y estamos viendo resultados”, comenta Lucía Catalán, directora general de Goldman Sachs AM para Iberia y Latinoamérica.

Sin embargo, las finanzas son Wall Street y esa calle es blanca y masculina. El 38% de los empleados negros —aunque representan solo el 11% de la fuerza de trabajo del país— cobra el salario mínimo. Además, heredarán menos que los hispanos y los blancos, y únicamente el 1% son business angels. Una evidencia de la dificultad de acceder a la financiación. Este es el terreno donde lucha Wole Coaxum, un antiguo director general de JP Morgan Chase, quien cambió toda su vida cuando un policía blanco asesinó en 2014 en Ferguson (Misuri) a Michael Brown, un chaval, desarmado, de 18 años.

“Creemos que las injusticias sistémicas se pueden resolver abordando primero las desproporciones económicas que mantienen a millones de estadounidenses sin servicios bancarios, en comunidades que limitan el número de sucursales de bancos a los que se puede acceder”, relata como fundador de MoCaFi, una empresa emergente que aporta servicios financieros gratuitos o muy asequibles a personas con bajos ingresos. Nada menos que 55 millones de estadounidenses carecen de cuentas bancarias y, por ejemplo, no han podido beneficiarse de la ayuda federal por la covid-19. “Una privación de sus derechos”, critica. Y, también, de otro futuro. Si los emprendedores negros tuvieran iguales posibilidades de acceso a la financiación podrían generar 13 billones en ingresos las próximas dos décadas.

Pero eso son números en un ordenador. La realidad es otra: se están muriendo por un sueño. Los afroamericanos han sido más afectados por la pandemia. Su tasa de fallecimiento —documenta la CNN— es 2,4 veces superior a la de un trabajador blanco. Básicamente porque han estado más expuestos a empleos imposibles de desempeñar desde casa. Y el sistema los ha arrinconado. “Los afroamericanos y los hispanos tienen menos probabilidades de recibir una atención médica óptima, lo que no solo les afecta a ellos sino a sus familias, a sus comunidades; a la nación”, reflexiona John Z. Ayanian,profesor de Medicina y Director de Política Sanitaria de la Universidad de Míchigan.

La oscuridad envuelve al país entre ambas costas. Las escaleras mecánicas hacia la clase media se han detenido para los negros y el peldaño económico donde uno empieza, es, casi seguro, donde acabará. Esa tierra que Woody Guthrie cantó que fue “hecha para ti y para mí” busca soluciones. Una es la reparación por las décadas de esclavitud. El profesor Thomas Craemer, de la Universidad de Connecticut, ha valorado el coste en 14 billones de dólares (12 billones de euros). ¿Otro sueño? “No creo que resulte imposible lograr un programa nacional de reparaciones para los descendientes de negros estadounidenses de la esclavitud americana”, analiza la folclorista A. Kirsten Mullen. Y remata: “El nuestro es un gran país capaz de hacer cosas increíbles”.

Esa esperanza que procede de los Padres Fundadores ha evitado una fractura aún mayor. Hacen falta tipos de interés bajos y olvidarse de la inflación, fomentar la inclusión financiera, una fiscalidad progresiva, aumentar el salario mínimo de los negros, tomarse en serio los baby bonos (una cantidad que el Gobierno daría anualmente a los niños al nacer y hasta la edad adulta) y cancelar la deuda para los graduados negros. Y obligar a respetar la diferencia. “Es loable trabajar para cambiar la mentalidad de la gente pero, en la coyuntura actual del país, el impacto de estas estrategias seguramente resulte pequeño. Mucho más importantes son las instituciones: no solo las leyes que penalizan el trato desigual, sino también la aplicación dura y las sanciones severas por hacerlo”, matiza Mario L. Small, profesor en Harvard.

El caso europeo

Porque la brecha trasciende la economía. El pasado ni siquiera existe. “Cuando los abolicionistas estadounidenses defendieron la libertad, sostuvieron que favorecía el interés económico de la nación acabar con la esclavitud. Si este argumento, por sí solo, hubiera sido cierto, no habríamos necesitado una Guerra Civil para establecerlo”, critica en Bloomberg Caitlin Rosenthal, profesora de historia en la Universidad de Berkeley.

Europa nunca tuvo un sueño común y nunca fue una tierra prometida. Pero no hay datos globales sobre el racismo. Por razones históricas, Alemania y Francia, las dos mayores economías europeas, no ofrecen información étnica. Sabemos poco sobre si son interrogados más por la policía, si sufren acoso, si tienen dificultades laborales. Sin cifras precisas, el problema no desaparece sino que se oculta. Margaritis Schinas, vicepresidente de la Comisión Europa, cuyo objetivo es “promover el estilo de vida europeo” (tal cual suena) ha declarado —como recoge The Guardian— que la brutalidad policial que hemos visto en Estados Unidos sería “improbable” en Europa. La frase deja muchas dudas en países europeos que tienen un pasado colonial y esclavista. No es una lacra del nuevo mundo, también del viejo.

La Unión Europea cuenta desde septiembre con un nuevo Plan de Acción contra el Racismo. “Este es un problema grave que sufren las minorías raciales en Europa y es hora de que la Unión diga: suficiente es suficiente”, subraya Rafaela Samira, europarlamentaria, 31 años, holandesa, con una madre de Curazao y un padre nigeriano. Y añade: “Fallamos también en nuestras propias instituciones porque existe una carencia de diversidad”. Fracasamos en lo que el filósofo Frantz Fanon (1925-1961) llamó el “hedor del racismo”.

Comentarios de barras de bar, de charlas con los amigos; nos malogramos en la cotidianeidad. Es evidente —escribe The Guardian— que desde la crisis de los refugiados de 2015 y los ataques terroristas yihadistas en España, Francia y Alemania los musulmanes tienen mala reputación en Europa. El 52% de la población germana ve al Islam como una amenaza. Y sus vidas se endurecen. “Los estudios muestran que los musulmanes son sistemáticamente desfavorecidos en el mercado laboral. Un nombre árabe o turco en la solicitud de empleo conlleva menos oportunidades, especialmente cuando se trata depuestos más elevados”, alerta Yasemin El-Menouar, experto de la fundación Bertelsmann Stiftung. “Y la situación de las mujeres que llevan velo es todavía peor”.

La propuesta francesa de enviar los currículos sin fotos y sin apellidos puede ayudar. Porque los populismos y la extrema derecha incendian el antisemitismo y el odio al musulmán. “El coste económico [de esta situación] es que las desigualdades a menudo reflejan divisiones étnicas y religiosas. Y las empresas se niegan a sí mismas mano de obra o clientes, o ambos, a veces por desconocimiento, debido a los prejuicios”, analiza Patrycja Sasnal, responsable de investigación del Instituto Polaco de Asuntos Internacionales (PISM, por sus siglas inglesas).

Y España no es una “isla” en estas costas de injusticia. El 60% —acorde con Bertelsmann Stiftung— piensa que el Islam resulta incompatible con “occidente”. El aumento de la desigualdad, generada por la crisis, tanto antes de las transferencias del sector público como después, afectó sobre todo a los jóvenes y a los inmigrantes. “Los trabajadores con contratos más precarios son los que más sufren”, incide Josep Mestres, economista de CaixaBank Research. Tras el dolor queda el alba y la mañana. “La desigualdad alimenta el pesimismo sobre el futuro. Y ese sentimiento da fuerzas al populismo que a la vez erosiona la fortaleza democrática y la confianza de los ciudadanos en las instituciones y en el sistema de mercado, que tantas mejoras en la calidad de vida nos ha traído en los últimos dos siglos”, defiende Ramón Pueyo, socio responsable de Sostenibilidad y Gobierno Corporativo de KPMG en España.

Sin embargo, esos 200 años no han transcurrido igual para todos. En 1852, el 5 de julio, una jornada después de la celebración del Día de la Independencia en Estados Unidos, Frederick Douglass, líder abolicionista, habló ante la Sociedad Antiesclavista de Damas de Rochester en Nueva York: “¡Oh!. Si yo tuviera la habilidad y pudiera llegar hoy al oído de la nación, derramaría un torrente, una catarata ardiente de burlas mordaces, de terribles reproches, de sarcasmo fulminante y severas reprimendas. Pues no es luz lo que se requiere, si no fuego; no es la lluvia fina sino truenos. Necesitamos la tormenta, el torbellino, el terremoto. Hay que reavivar el sentimiento de la nación; hay que despertar la conciencia de la nación; la hipocresía de la nación debe ser expuesta; y los crímenes contra Dios y el hombre deben ser proclamados y condenados”. Queda esperanza. “La luz penetra donde no brilla el sol”. Dylan Thomas.

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